Opinión

Los que se van

A cierta edad preferimos mirar hacia delante –cierto vacío– y ya corto el trecho, que hacia atrás, aunque desde el presente se nos vaya llenando de nostalgia cualquier espacio. Lo peor es que de pronto nos dicen o leemos que uno de nuestros amigos se ha ido. Ya Ortega y Gasset (no tenemos mejor referencia en el pensamiento español) analizó el tema de las generaciones, que más tarde ampliaría su discípulo Julián Marías. Formaba parte de una teoría general sobre el ser histórico, que repudiaría con entusiasmo Federico Sánchez, alias Jorge Semprún, desde aquella revista intelectual comunista clandestina «Nuestra Bandera» y que, supongo que todavía en la Universidad, devoré con entusiasmo, porque Sánchez se mostraba próximo al tópico de que el motor de la historia eran las masas. Todavía andan en ello algunos que pretenden relanzar la violencia en las calles y hasta el sabotaje. Ortega escribió tratando de iluminar los mecanismos de la historia: «Bajo la confusión de las generaciones históricas con las genealógicas –hijos, padres, abuelos– late, pues, un certero reconocimiento de que es la generación el concepto que expresa la efectiva articulación de la historia y que, por lo mismo, es el método fundamental para la investigación histórica». Y aún más adelante lo sustenta en el vitalismo. Y asegura: «el niño y el anciano apenas si intervienen en la historia: aquél todavía, éste ya no». Pero es cierto que se entiendan o no las generaciones como el núcleo del ser histórico, hay sectores sociales que aúnan experiencias vitales e intelectuales, formas de pensamiento y sentimentalidad, costumbres y relaciones personales.

A cierta edad desmoralizan los viejos listados telefónicos, aunque la tecnología haya erradicado ya excesivas nostalgias. Los cambios vitales parece que se aceleran. Siempre ha sucedido así, aunque hayamos retornado a ideas y prejuicios que supusimos superados. Esta sociedad, tras tantas transformaciones tecnológicas, trata de reencontrarse en el mundo de las ideas que flotaron en los años treinta del pasado siglo.

Ortega acertó con su defensa de las minorías y tal vez exageró un tanto con el papel generacional, aunque, sin duda, existe. A la vez que se envejece y se percibe la soledad ambiental que nos irá invadiendo, mientras los nuestros, quienes vivimos con más o menos pasión determinados acontecimientos, son arrastrados a la gloria efímera de la necrológica hasta perderse en la nube que acoge todas las memorias. Aludo a ello al enterarme de la muerte del sociólogo Salvador Giner, cuyo papel en su profesión resultó fundamental y, a mi entender, menos reconocido de lo que merecía. Cuando llegamos a la Universidad de Barcelona, el patio de Letras, como así se nombra todavía, reunía a los numerosos estudiantes de Derecho y a los escasos de Filosofía y Letras, que hoy se reparten casi toda la mitad del edificio y su posterior anexo. El patio, con su laguito de peces rojos central y algunos cipreses de aguja, todavía se mantiene. Los estudiantes procedíamos de múltiples centros, por lo general privados y religiosos. Pero se daba por sentado que quienes habían cursado estudios en el Liceo Francés de entonces eran los mejor preparados y los más liberales. En mi curso se encontraba

Quim Vilar, que más tarde se vio obligado a huir a la Alemania del Este, y que llegaba del Liceo. Era íntimo amigo –lo fueron siempre– de Salvador Giner. Gracias a él le conocí y compartió el pequeño grupo de Letras que formamos y que se iría ampliando. Buena parte de ellas y de ellos han desaparecido ya. El último, Salvador, el pasado día 19.

Tras cursar Derecho, aunque fue expulsado como otros tantos a raíz del llamado encierro del Paraninfo, lo aprovechó para trasladarse a la universidad de Colonia. Vivíamos el común y entonces dominante imaginario cultural alemán. Desde allí pasó a la universidad madrileña, donde contactó con el catedrático Enrique Gómez Arboleya, que había tratado a García Lorca y a Dalí, y logró una beca Fullbrigth que le permitiría doctorarse con una tesis, que dirigió Edward Shils, en la Universidad de Chicago e integrarse en un departamento en el que se encontraban Hannah Arendt o Mircea Eliade. Publicó cerca de cincuenta libros. De su «Historia del pensamiento social”,1968, se han realizado 13 ediciones. Enseñó en las universidades de Reading, Lancaster y Brunel West London. Regresó a España en 1998 y fue designado catedrático. Trabajó con Victoria Camps en el libro «Manual de civismo» (1998). Presidió el Institut d´Estudis Catalans entre 2005 y 2014. Pero estas últimas líneas se me antojan casi una necrológica. Lejos de mí esta intención. Creo que fue un personaje peculiar de mi generación, con períodos diversos de proximidad y lejanía. Su mirada un tanto burlona, su sonrisa permanente, casi británica, su constante actividad y aquellos amigos comunes deben prevalecer frente a cualquier panegírico. Uno más ha cambiado de orilla. Cuando éramos estudiantes le apodábamos Salvat d´Or. Algo dorado, aunque nebuloso, tuvo aquella generación que combatió a su manera el franquismo y que Giner, que intentó configurarla, nunca logró definir.