Opinión

La "anglokoiné"

Hojeo y ojeo un texto de geografía de un chaval de doce a trece años escrito en el abominable lenguaje de los políticos, y leo un par de párrafos sobre agricultura sostenible, en los que se cantan las maravillas del negocio de la alimentación, y luego se lee un comic en el que un chaval aparece como hablando con una señora campesina que dice que ahora hay tomates durante todo el año, pero que no saben a nada y se dice en una nota que se imagine el lector que es su abuela, y lo que la diría. Y, desde luego, un niño inteligente dirá que tiene toda la razón, y yo añadiría que ella y los suyos pagan, además, los gastos del invento, y sabe Dios si dentro de poco no tendrán que aprender inglés americano para pregonar «tomatoes» a nacidos a destiempo. Pero creo que ni la abuela en cuestión ni yo tengamos suficiente educación política para conocer la contestación debida y sostenible, en el lenguaje aceptable y convenido al uso, y no en la lengua verdadera de la «Gente independiente» la gran novela de Häldor Laxness del vivir del mundo campesino que a principios del siglo XX prevé ya las intenciones de su colonización cultural y, el propósito de su liquidación, y entonces defiende el soberano espíritu independencia que le caracterizó siempre.

La gran Historia a que aluden las famosas veladas de Colombey-les-Deux-Églises entre el general De Gaulle, entonces Presidente de la República y el escritor André Malraux que giraron sobre un pasado más firme de Francia está, y ambos barajan la idea de un desastre económico y político, si Francia renunciase a ser sustancialmente «rus» o «campo», y la ciudad una «urbs in ruris» como todavía George Santayana describe a Ávila, mientras en estos mismos tiempos un institución oficial, representante de los campesinos, ha pedido a la Real Academia de la Lengua que prohibiese la palabra «rural» que pesaba a los solicitantes como un aplastante sambenito en otro tiempo.

Lo que es cierto, desde hace mucho, es que las gentes con escasas letras, o totalmente iletradas, se expresan en una hermosísima lengua española, y las clases supuestamente letradas usan, más bien, la lengua administrativa, abstracta y detestable, pedante y risible, en la vida diaria y en los medios, o hasta en la enseñanza. Y no debe de ser una maldad pensar que acaso todo esto del inglés obligatorio y omnipresente –hasta el punto verdaderamente cómico de dar clases de Historia de España en inglés– está pensado para que aprendamos la lengua del imperio, y no de los U.S.A., sino de los señores del dinero y del poder, que en el universo mundo imponen ahora esta «anglokoiné», para que con esta alta preparación sirvamos mejor a los constructores de Babel que, sin ir más allá, siendo responsable de la destrucción del campo, ahora hablan de «vaciamiento».

Los norteamericanos e ingleses cultivados mismos saben de sobra que su propia lengua al uso está muy por debajo de la maravilla que fue hasta un poco más de la mitad del siglo XX, como nosotros comprobamos con el español de Cervantes o el de los dos Luises y Rojas, pero también con el de Galdós, que no es comprendido ya por gentes de otro tiempo cuyo haber cultural tradicional ha sido arrasado en nombre supuestamente de la técnica y la comercialidad.

Los señores del dinero que tratan de secuestrar el mundo entero saben que el principio de su imperio es la liquidación de las viejas lenguas en la cultura cristiana europea. Pero el aprendizaje de una lengua debe ser un enriquecimiento, y no la descomposición de la propia, como entre nosotros.

Aunque nos parece que ésta tiene hoy un signo de permanencia y universalidad, más allá de los judeo-españoles y los inditos americanos, o el propio carácter de lengua que se pronuncia como se escribe, y las otras circunstancias contrastadas en un excelente libro del Instituto Cervantes, «El español en el mundo 2019». Deberíamos cuidarlo.