Opinión
Política nominalista
Dada la escasez de contenidos, el casi irrelevante debate político que se nos transmite tras las bambalinas, no deja de ser un juego de palabras, que para no alardear de mi escaso y olvidado latín y filosofía, calificaría como «vacías». Bien es verdad que el juego verbal puede concluir en situaciones graves, algo más que una simple suma de sonidos, a menudo ajenas a argumentaciones sólidas. ¿Hablamos de diálogo? Lenguas distintas nos ofrecen un amplio muestrario de términos entendidos como esenciales: nación, pueblo, patria, independencia, incluso dinero, economía y hasta capital. No siempre se sienten de una a otra lengua como equivalentes y ofrecen tal suerte de ambigüedades que hay que precisar el sentido en el que se usan. Las preguntas que los políticos lanzan a sus militantes gozan ya de una presunción de respuesta según el sentido que se otorgue a la palabra. No es lo mismo, por ejemplo, la palabra nación aplicada a Cataluña que referida al conjunto de España. La forma puede ser idéntica, pero el contexto le confiere otros significados. Pretendemos ahora mostrar equivalencias entre populismo e independencia, extremismo y radicalismo. Los políticos y sus equipos pensantes son maestros en diluir significados, fórmulas que acabarán confundiéndonos. Cuando se elaboró la sacrosanta Constitución, aquellos padres de la patria distinguieron, como mal menor, entre nacionalidades y regiones. ¿Y qué político quiere formar parte de una región, y del controvertido decimonónico regionalismo? Sabemos de las dificultades de ordenar un territorio que fue ya Hispania en la etapa romana (su origen fenicio es i-spa-ya, tierra donde se forjaron metales, y a la que los cartagineses calificaron como de conejos -Salvador Espriu como Cunilandia en uno de sus más brillantes relatos-) Y vinieron los visigodos, «Laus Hispania», los árabes la denominaron Isbaniya y más tarde se dividió en reinos cristianos, provincias, regiones y ha acabado en comunidades, términos todos ellos que evitaron precisiones. Se maquilló una vez más el largo proceso de integración de una nación tal vez de naciones, en comunidades autónomas. Pero las raíces vuelven a brotar una y otra vez.
El encaje de los pueblos (utilizo de nuevo un término cargado de ambigüedades conscientemente) en esta piel de toro extendida, integrada por la suma de culturas de orígenes diversos bajo la unitaria idea de un catolicismo pretendidamente unificador no acaba de llegar a buen puerto. Pero si observamos la actitud de la Iglesia en el País Vasco y Cataluña, en época reciente, nunca dejó de favorecer a los nacionalismos conservadores. Podría aludir aquí a las ideas que subyacen en una amalgama de mestizajes que, al menos, ha evitado, hasta ayer, un racismo que proliferó no sólo en Alemania y culminó en tragedia, sino que sobrevive en tantos otros pueblos europeos entre los que convivimos. El mestizaje y hasta la diversidad de lenguas nos han salvado en parte, pero la añoranza de una nación sometida a una doctrina única y a un jefe nos acompaña. El franquismo, entendido en forma muy simplista, reaparece durante las crisis.
Todo ello me ha llevado a reflexionar sobre aquella doctrina que «niega a los conceptos universales toda realidad objetiva en los seres individuales a los que se refieren y de los cuales se predican en una oposición». Constituye la separación del término con su correlato objetivo. El resultado forma parte del irracionalismo, término que estamos soportando de forma harto inconsciente. Nos hemos convertido, tras un aparente período racionalizador, donde «no» se convirtió, de pronto, en «sí» (nuestra oportuna entrada en la OTAN) en su contrario. El nominalismo fue utilizado desde los siglos XI y XII y alcanzó su apogeo su apogeo en el siglo XIV. Se combatía contra el dominante aristotelismo, a la búsqueda de otra modernidad y se proyectaría sobre la Reforma, prolongándose, soterrado, hasta Bergson. Me temo que recupera el terreno perdido en los albores de este poco comprensible y feliz siglo XXI, donde se habla de nuevo de una nueva sociedad que se intuye y que nadie logra definir todavía.
No deja de ser significativo que proliferen tantas líneas rojas, que nos llevarían incluso a alterar los tableros del juego. En definitiva, la política no deja de ser un arte conversatorio, basada en el diálogo, y en los países liberales está concebida para que seres capacitados y profesionales se entiendan, no entre los grupos que dicen representar, sino en beneficio de los ciudadanos, término que introdujo el concepto de la razón, ya desde aquella revolución francesa, a la que tanto debemos. Convendría que nuestros representantes olvidaran el nomilalismo o irracionalismo infecundo y se dieran un baño de realidad, que tantos soportamos día a día con paciencia harto franciscana. Se aprende fácilmente a echar la basura en el jardín del vecino, pero esta actitud es calificada ya en la terminología psiquiátrica y sobre la que ahora se han logrado ciertas soluciones. Las dificultades y los problemas convivenciales se acentúan en tanto nuestros políticos esperan resolver en una suma de sumas los nominalismos que arrastramos desde hace siglos.
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