Opinión
Diciembre
Diciembre es un mes especial. En diciembre se remansan los sentimientos, las ilusiones insatisfechas, los recuerdos y los pecados de todo el año. También, por lo que estamos comprobando, los pecados reincidentes de los políticos. ¡Vaya investidura que viene, si el Rey no lo remedia! ¡Parece más bien una embestidura! Éste es el mes que abre oficialmente el invierno y cierra un espacio sentimental, acotado, de nuestra vida. En el calendario romano era, de ahí su nombre, el décimo mes del año. Por entonces no había ocurrido aún lo de Belén de Judea que cambió la historia humana y que, de un tiempo a esta parte, está perdiendo entre nosotros su sentido original, a punto de desvanecer su razón de ser entre las luces de colores, los «papanoeles» y la niebla de la increencia.
Diciembre para el niño que uno lleva dentro, huele a musgo y a serrín de la carpintería, sabe a turrón de guirlache, a villancicos de pastores con zamarra, a lumbre en la cocina con humo de támbara, a cordero recién nacido en la majada, a baraja sobada sobre el hule de la mesa camilla con brasero, a ventisqueros en la calle y carámbanos en los aleros, a huella de liebre en la nieve del monte, a úrguras ululantes por la noche en la chimenea, a cuento de Dickens, a viejas historias de caminantes perdidos en la nieve contadas por los abuelos junto al fuego, a repique de campanas a media noche y al ronco sonido inconfundible de la zambomba fabricada en casa con piel de cabrito.
Después, pasados los años, instalado en Madrid, diciembre es lejanía, pueblo sin nadie, chimeneas sin humo, con la nieve imaginada cubriendo piadosamente las ruinas de las casas, de las calles y de los corrales. Diciembre huele en la ciudad a castañas asadas, a lotería, a carros del supermercado cargados hasta arriba con la compra especial, a paga extra, a cola del paro, a campanadas en la Puerta del Sol, a cenas de empresa, a trasiego de mochilas y maletas en la estación, el aeropuerto y el intercambiador, a oscuros bultos humanos, envueltos en cartones, acomodados por la noche en los soportales de los bancos bajo los cajeros automáticos, y a niños sin familia, llegados de fuera, deambulando sin rumbo por los alrededores de la calle Hortaleza. Queda, menos mal, el oasis acogedor de la iglesia de San Antón, del padre Ángel, abierta toda la noche, como los chinos, como las luces de Navidad… Cuando uno deja de ser niño, diciembre sabe sobre todo a ausencias.
✕
Accede a tu cuenta para comentar