Opinión

ETA en la uni: el cum laude del mal

Parece que hubieran pasado siglos sobre las aceras ensangrentadas. Apenas unos pocos quieren recordar que el horror levantaba las piedras del ánimo y el corazón se salía de los pulsos con un sordo tiro en la nuca. Hubo en un momento en que toda una sociedad miró hacia otro lado. Fuimos más cobardes de lo que la historia probablemente esperaría de nosotros. Aún lo somos. «ETA es agua pasada», dicen, y en muchos de los debates que anteceden a esta investidura, por ejemplo, mencionar a los terroristas equivale a aparecer como un capertovetónico que no ansía el «entendemiento». No hay una Greta Thunberg que alerte de cómo afecta a las víctimas el cambio de cierta izquierda fantoche y del desinterés de los mismos que pisan esas aceras bajo las que fluye y seguirá fluyendo el vertido del dolor. Estamos de nuevo ante el espejo de la banalización del mal. Un etarra dando una charla en una universidad es un lobo en una guardería aunque, en esta operación de blanqueo de las manchas rojas, quiera aparecer como un hombre que sufre. Los asesinos también sufren, claro está, y van al váter y se tiran pedos, comen, se reproducen y mueren. Las víctimas además llevan plomo en la memoria. López Abechuco, el fulano que participó en un comando al que se le atribuyen al menos dos muertes, fue recibido en Vitoria con ramos de flores el pasado julio cuando salió de la cárcel. El martes, en la Universidad del País Vasco, habló de su experiencia como «preso enfermo». Un violador tendría a las puertas del campus una fiera manifestación de repulsa y a la ministra del ramo viviendo de su indignación. Porque ahora importan las violencias con muchos adjetivos, pero no la que causan con estos hechos los que a la luz de una sala de conferencias apoyan la doctrina del criminal. Además, interesan sus votos, lo que culmina la política en crueldad y la cordura en un poema al viento. Seguir por esa senda equivale a perdonar una segunda muerte, la que pasó, y la que aún vive en la memoria de los hijos y de los nietos, abandonados a su mala suerte. Es volver al «algo habrán hecho». Cómo se atreven a protestar cuando los vencedores del relato mantienen la llama sagrada de la paz. El policía foral Jesús Velasco y Eugenio Lázaro Valle, jefe de la policía municipal de Vitoria y comandante de Infantería perdieron la vida porque así lo decidió el alias «Patxuko», el pobre preso enfermo. La equidistancia del Gobierno es la nueva gangrena que corroe la moral hasta llamarla vergüenza.