Opinión

Nostalgia del viaje

Me asombra la capacidad viajera de nuestra juventud que ha asimilado ya una naturaleza que mi generación reinició con modestia y en la que el viaje – ya tras el turismo masivo– suponía, de regreso, nostalgia y hasta necesidad de hacer partícipes a los demás de lo experimentado a través de expresiones culturales diversas. Lograr abrirse al exterior, tras los exilios de españoles de diversa índole, había culminado en aquella égida de 1939, gran trauma cultural, otra España fuera de España. Aquella ruptura poco tiene que ver con el exilio económico que está sufriendo parte de nuestra mejor juventud, ni con el espíritu del viajero romántico o la que realizó, en un momento determinado, la que ha venido calificándose como generación del 36, antes de que surgiera cualquier rasgo de comunidad europea, promoción situada en el horizonte cultural con escaso rigor. Nuestros jóvenes de hoy han ampliado horizontes. Ya ni siquiera Europa, con razón, les abre un espíritu digno. Tal vez constituyan la primera promoción global. Los motivos podrían ser varios y no todos buenos. Pero la transformación tecnológica parece determinante. Y desde el retrovisor, un siglo antes, todo se ha transformado con otras luces. Tal vez resultemos menos brillantes en conjunto, pero vuelan sobre nuestras cabezas peligros que antes eran insospechables y hasta obligarían a retornar a una fraternidad popular que se opondría al desarrollo de los nacionalismos y fórmulas autoritarias de poder que creíamos desterradas.

Para la promoción del 36 las posiciones socio-culturales tenían como referente los inmediatos años veinte del siglo, cuando florecían las vanguardias y un espíritu de cambio social abrazaba con entusiasmo personalidades tan diversas como Guillermo Díaz-Plaja, ya un tanto olvidado –según costumbre tradicional en estas tierras– En 1935, el editor Josep Janés reunió una serie de artículos que Díaz-Plaja había publicado en el periódico «La Veu de Catalunya» en 1933. Reunía, entre otras experiencias, la evocación de un mitificado viaje de universitarios barceloneses por el Mediterráneo. Entre los nombres a mencionar: Lluís Pericot, Jaume Vicens Vives, Salvador Espriu, Josep Maluquer, Bartomeu Rosselló Pòrcel y alguna joven que, tras la guerra incivil, desembarcaría en el Liceo Francés. Parte fueron prehistoriadores, aunque la figura de Vicens Vives nos llevaría hasta el pensamiento actual. Tuve la fortuna de recibir directamente su magisterio o charlar con ellos en el claustro universitario. Este respeto por el magisterio y la experiencia vital se va perdiendo ante otras fórmulas tecnológicas. En el verano de 1933 emprendieron todos ellos este Crucero Mediterráneo, que sería literariamente evocado por Díaz-Plaja poco después. Sin los excesos actuales se convertiría en un gran viajero. Le acompañé a lo largo y ancho de España en el ámbito de la ACLE con motivo del Premio y, junto a su inseparable Juan Ramón Masoliver, hasta la URSS, cerrada todavía a cal y canto, como parte de una delegación. Una vez allí, donde acudía anualmente, no desdeñaba visitar las más remotas repúblicas asiáticas. El paisaje, las identidades culturales, el conocimiento de personalidades, el viaje en sí mismo representaba la aventura, algo semejante a un ejercicio espiritual. Pese a formar parte de la RAE, obtener cargos en el ámbito editorial o funcionarial, Díaz-Plaja, con todos sus defectos e historias más o menos oscuras, anticipó, como en su juventud surrealista, mucho de lo que habría de llegar.

Aquel viaje universitario comienza en una idealizada Mallorca, que casi nada tiene que ver con la actual. Los efluvios poéticos que emanan del observador muy a menudo estarán vinculados al mar Mediterráneo, enlace histórico, cultural, etnológico, rasgo de una posible identidad comunitaria, partícipe de las utópicas esencias de un mar, mito entonces, perspectiva cultural originaria, fuente de nuestra sensibilidad, «el puente del mar azul», como lo califica (las traducciones de las citas son mías). Cuenta veinticinco años, como la mayor parte de sus compañeros, pero este redescubrimiento físico, no exento de orgullo cultural se entiende como «ordenado», fruto del novecentismo de D´Ors y Ortega, tratando a la vez de combatir el centralismo castellanista y falsificador que se identificó con España. No era la imaginaria de la Reconquista, del Cid de Menéndez Pidal, de los perdidos pueblos azorinianos, porque los periféricos pretendían mostrar esencias propias. Descubre «rasgos orientales» en los mallorquines y en Venecia conviene «que el turista vigile su sensibilidad, para que la impresión no resulte excesivamente embriagadora» y «Malta…es de raíz italiana»” y en Creta impresiona el «azul del mar» o Roda es «una ternura sin límites», a lo que hay que añadir la supervivencia de algunas canciones sefardíes. Y sorprende el nacionalismo de algunos jóvenes tunecinos. Su universalidad se inspiraba en un Mediterráneo fundacional. Permanecía aún el recuerdo de la I Guerra. Pero los años veinte se evaporaban cuajados de falsas promesas. Díaz-Plaja escribía en catalán, incluso en el medieval, por entonces. Vivió la gran quiebra ideológica de la guerra, aunque permaneciera indemne la nostalgia del viaje y en aquellos años el descubrimiento de un mar de cultura, que los totalitarismos cortaron de raíz.