Opinión

El zorro al cuidado del gallinero

La Ley de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera prevé que aquellas administraciones territoriales que no cumplan con la regla de gasto o con los objetivos de déficit puedan ser intervenidas por el Ministerio de Hacienda para así imponer las medidas de ajuste que sean necesarias a fin de restablecer el equilibrio en las cuentas públicas. Durante el Gobierno de Rajoy, por ejemplo, esa ley tuvo que serle aplicada al Ayuntamiento de Madrid, gobernado entonces por Manuela Carmena, para evitar los disparatados aumentos de los desembolsos municipales que, saltándose a la torera la regla de gasto, pretendían aprobarse desde la Concejalía de Hacienda. La ley, en realidad, siempre fue discutible para aquellos que apuestan por un Estado verdaderamente descentralizado: si cada nivel administrativo ha de ser responsable de su propia sostenibilidad financiera, entonces el Gobierno central no debería tomar las riendas de esa administración, sino que debería dejar que fuera ella la que se estrellara y que, a su vez, fuera sus electores quien sufrieran en sus carnes las consecuencias de haber seleccionado a unos gobernantes tan incompetentes y manirrotos. A la postre, que una administración intervenga y controle a otra administración abre la puerta a la instrumentación política de esa intervención: ¿realmente se está tomando el control porque existe una necesidad estricta de ello o más bien para limitar la autonomía legítima de la que debería gozar la administración intervenida? ¿Se está dispensando el mismo trato a todas las administradores incumplidoras o, por el contrario, se exime del rigor legal a unas y se castiga con todo el peso de la ley a otras? Éstas fueron algunas de las suspicacias que inevitablemente surgieron cuando, como decíamos, Montoro intervino las cuentas del Ayuntamiento de Madrid (aunque en ese caso nos hallábamos ante un incumplimiento flagrante, casi de rebeldía política, de la ley) y también son algunas de las cuestiones que, con más razón, surgen cuando observamos que el Gobierno de Sánchez acaba de intervenir a la Junta de Andalucía por incumplimiento del objetivo de déficit público, de deuda pública y de regla de gasto para el año 2018. Lo paradójico del asunto es que quien elaboró los presupuestos que se aplicaron a lo largo de 2018, y en virtud de los cuales se ha generado este múltiple incumplimiento que ha motivado la intervención, fue la actual ministra de Hacienda, entonces consejera de Hacienda en Andalucía, María Jesús Montero: la responsable del fiasco se quiere convertir ahora en la encargada de tutelar la rectificación de ese fiasco. ¿Tiene sentido que el zorro esté al cuidado del gallinero? Es decir, ¿tiene sentido maniatar a un equipo de gobierno por la mala gestión del equipo anterior cuando, para más inri, la cabeza de ese equipo anterior es el que pretende ahora colocar los grilletes? Obviamente, los desequilibrios presentes de la Junta de Andalucía son desequilibrios de la administración y no del equipo de gobierno (y, por tanto, la administración ha de responder con independencia de cuál sea ahora el equipo de gobierno), pero la tensión y las contradicciones del caso son más que evidentes. Asimismo, también llama la atención que otras autonomías con mucho más déficit y mucha más deuda no hayan sido objeto de esa misma intervención. ¿Por qué unas sí y otras no? ¿Vendrán otras, del mismo color político, más adelante? ¿Se atreverá Montero a, por ejemplo, someter a la Comunidad de Madrid cuando ésta proceda, tal como ha prometido, a rebajar significativamente los impuestos a todos los madrileños? Las connotaciones políticas de cada una de estas decisiones, que como es obvio trascienden a criterios puramente técnicos, no pueden soslayarse. Y justamente por ello, para evitar recelos políticos, mejor sería que el Gobierno central se abstuviera de intervenir a las administraciones territoriales por completo: que les deje auténtica autonomía para que suban o bajen impuestos, gastos y deuda. Pero, para que esta abstinencia en la intervención sea posible, hace falta una reforma preliminar: que el Ejecutivo central deje de avalar la deuda de autonomías y ayuntamientos. Es decir, que aquellas administraciones que deseen ser irresponsables asuman en sus propias carnes todo el peso de su indisciplina. Si se endeudan demasiado y los mercados dejan de financiarlas, que se queden sin acceso al crédito y deban proceder a cuadrar sus cuentas: de haber sucedido así, es muy dudoso que Montero hubiese podido perpetrar desde un comienzo los presupuestos desequilibrados por los que hoy Montero quiere intervenir la Junta.