Opinión

Del campo

Cada madrugada en la que resucito, pienso más en la equivocación de mi vida. Nací en Madrid y he vivido siempre en Madrid, ciudad a la que adoro y tanto debo. Pero ya me agobia. No es la misma ni el mismo soy yo. Mi objetivo es dejar de conocer a mucha gente. Deseo ser despresentado. –Mira, te presento»… No, no, por favor. Encantado de no conocerlo-.

Necesito el campo. Jamás he sido de campo, pero en mi tramo final me obligo a serlo. Tuve un campo, de niño, cercano y maravilloso y lo desaproveché. Estaba en otras cosas. Y creo que la recuperación de mi amor al campo se lo debo a mi añorado y queridísimo amigo Luis De la Peña, que me nombró «co-propietario» –con el conde de Labarces-, de El Horcajuelo, el Cerro del Moro y la Dehesilla de Rojas, donde habita el más grande de los Guardas Mayores de Sierra Morena, Emilio Higueras. Cuando se marchó Luis, perdí las referencias. Si bien mis amigos con campo me llaman con frecuencia y al campo acudo, la Dehesa de Cabreras, la Hinojera, el Cambrón, el Rosario, el Castañar, Prados… y cuando puedo, salto hacia el norte, a mi jardín de Ruiloba, que me hace recordar algunos renglones del libro mejor escrito en español en la segunda mitad del siglo XX, «Las Cosas del Campo» de José Antonio Muñoz Rojas. «Y a veces me pregunto cómo ha podido crear Dios tanta belleza en tan poco lugar». Más o menos.

He pasado un fin de semana en un campo mítico de Castilla la Nueva, que así me gusta llamarla. El Robledo de Montalbán de los Condes de Yebes. Él era mi cuñado y falleció este verano abrazado a su campo y en plena juventud, y ella –María-, es la hermana de mi mujer. El Robledo tiene una casa construida a golpes, con los prodigiosos dibujos del VIII Conde de Yebes, Eduardo Figueroa Alonso-Martínez, escritor, cazador cimero y fabuloso dibujante y escultor. Fuera de la casa, una interminable conversación de robles, fresnos, encinas y siembras.

Se dice de Montalbán porque en el siglo XVII perteneció al escritor, sacerdote, notario de la Santa Inquisición, locoide y censor Juan Pérez de Montalbán, enemigo a muerte de Francisco de Quevedo. También ladrón, y también farsante, como un Sánchez de hogaño que copia tesis y se deja escribir los libros que contrata por otras personas. Muy raro ese «Montalbán», por cuanto el inquisidor era hijo del librero Alonso Pérez y de Felipa de la Cruz. No era Doctor, ni era Montalbán, que ya pasaban esas cosas en la España de Felipe IV. Quevedo se lo recordó: «El Doctor, tú te lo pones,/ el Montalbán, no lo tienes,/ y así, quitándote el Don/ te quedas sólo en Juan Pérez». Es decir, que al Robledo hay que borrarle Montalbán y sustituirlo por Yebes.

En uno de los salones, en la superficie cóncava de una campana que cubre un tiro de chimenea, de Yebes o de un amigo, se lee un texto grabado a fuego que resume el significado y la importancia del campo en la sensibilidad de los esclavos del cemento, los ruidos, los semáforos y las muchedumbres de las grandes ciudades. «Para un hombre inteligente, el monte es como un ser silencioso que escribiera su diario. Todo se registra, todo lo consigna. Cualquier perturbación de su soledad deja una huella. Cualquier paso, cualquier incidente, queda escrito. La ciudad, en cambio, lo borra todo. Es como escribir en el agua».

Desde mi prado se oye el encontronazo de la mar contra la costa. Como un susurro permanente. Si la mar está airada, como un grito de nortazo loco. Pero mirando hacia el sur, que es la orientación preferida de los viejos norteños, todo lo que se ve son verdes enfrentados. Cada uno es propietario de lo que mira. Los sanluqueños dicen que el primer paisaje de Doñana, atravesada la muerte del Guadalquivir, es suyo, porque lo tienen a golpe de vista, a su disposición plena. Y yo soy el dueño de lo que veo desde mi pequeño prado tolano, tan cambiante en las estaciones, y como ese rincón que describe Muñoz Rojas, tan milagroso, ofreciendo tanta belleza reunida en tan poco lugar.