Opinión
Ilusiones perdidas
No hay diferencia de edad respecto a las ilusiones: las tuvimos de niño y las mantenemos hasta la vejez, aunque de distinto signo. Somos partidarios de las ilusiones, aunque sin excesivos entusiasmos. La RAE ofrece algunas definiciones algo críticas, porque tras ellas pueden brotar signos de frustración. ¿Cuántos niños aquí, tras la festividad de los Reyes Magos, o en otros países después de la llegada de Papá Noël no sentirán algunos síntomas iniciales del desengaño que, de otro signo, habrá de acompañarlos a lo largo de su vida en tantas oportunidades? Desde su definición inicial el diccionario de la RAE, redactada por alguien que tal vez había superado ya las etapas de la inocencia, considera que la ilusión es «un concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos» y los psicólogos aún van más lejos al estimar que las ilusiones son apariencias falsas que son consideradas como percepciones verdaderas. No debería extrañarnos, por consiguiente que, al margen de lo razonable, buena parte de nuestras ilusiones, en cada etapa de la vida, encierren desde su origen los signos críticos de posteriores desengaños. Y, sin embargo, en distintas concepciones, ordenadas por psicólogos y hasta por psiquiatras, tienden a entenderlas como parte de la personalidad. Valoramos a menudo positivamente a quien todavía disfruta de ellas, aunque podamos entender negativamente a los exageradamente ilusionados y utilicemos despectivamente el término, al considerar que es una mera ilusión.
Hace ya muchos años, el estimable poeta valenciano Juan Gil-Albert publicó en su breve exilio bonaerense (en su mayor parte lo pasó en México) el libro «Las ilusiones con los poemas de El Convaleciente» (1944). En 1975, lo reedité en aquella colección Ocnos que todavía me recuerdan. En él, su libro preferido, hay poemas memorables por aquel sentimiento de nostalgia de paisajes y amigos perdidos y también por el devenir implacable de los años, aunque en su primera edición apenas había alcanzado los cuarenta, para algún romántico superada la funesta edad de amargos desengaños. Son los recuerdos, añoranzas de un perdido pasado que se van recreando gracias a la memoria, amiga y enemiga, como en el poema que titula «Los Naranjos», que evoca las plantaciones de su tierra valenciana de su infancia y a los hombres idealizados que cuidan del vergel huertano: «Nada invocan del cielo suspendido/ como una tierna colcha iridiscente/ sobre el vergel, nunca a sus rostros claros/ se asoma la ansiedad y entre los verdes/ de sus íntimos huertos se respiran/ pesadas brisas dulces que refrescan/ aquel férvido lecho…». Las ilusiones derivan a menudo de los recuerdos infantiles que muchos entienden como paradisíacos y de los paisajes que idealizamos, pasados los años y que basculan entre la añoranza irreal y la ilusión ya perdida con la edad, porque las ilusiones pueden también desvanecerse y, en ocasiones, no sin cierto dolor personal. En buena medida, una parte de la literatura más conmovedora se entiende como alivio a las penas, como el reencuentro con el propio pasado, un ajuste de cuentas que nunca se agradece y que puede transformarse en una poética positiva, la sublimación de aquellas ilusiones que se perdieron como fruto del tiempo, como las doradas naranjas de la infancia en las añoranzas del siempre sensible Juan Gil-Albert.
Cuando estamos viviendo los días navideños, en la civilización occidental o cristiana, es muy probable que no sólo experimentemos las emociones de algunas anteriores, sino que deseemos que se reproduzcan aquellos días, porque llegó la cumbre del invierno, símbolo de muchas añoranzas. Pero los tiempos y paisajes que poblaron otros días junto a nosotros ya desaparecieron. Vivimos otras fases de nuestra vida, sin remedio, y ni siquiera llegaremos a reproducir aquellos tiempos de antaño objetivamente. Las ilusiones podemos seguir manteniéndolas incluso en nuestro subconsciente, replegadas e inquietantes, pero parte de ellas se ha perdido ya, porque tampoco fueron del todo ciertas. Uno no puede vivir de ilusiones, aunque ayuden, por fortuna, en los peores tiempos. Es conveniente mantener algunas, tal vez hasta podríamos definirlas como proyectos.
Pero también éstos, salvo sorpresas que da la vida, pueden finalizar de cualquier modo y deformar vidas que acaban entendiéndose como fracaso. Las vocaciones juveniles, por ejemplo, ¿pueden considerarse ilusiones? En buena parte sí, porque salvo excepciones nunca llegan al término deseado. En Navidades volveremos a reencontrarnos con personas que estimamos más o menos y que acuden a lo que todavía pueden entender como hogar, aunque ya de Navidad en Navidad. Ni serán los mismos y tal vez se hayan transformado de tal modo que ni siquiera nos apetezca este reencuentro. En parte responden a futuros desencuentros, de manera que pueden figurar también en el abanico de las ilusiones que se desvanecen tal vez sin dolor, porque resultan momentos puntuales de la existencia. Los hemos alimentado con esperanza o ilusiones. No responden tanto al mundo de la realidad, sino al de los deseos. Lean, si les apetece, otro libro de poeta, también homosexual como Gil-Albert, de Luis Cernuda, que cabalga entre realidad y deseo.
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