Opinión

Dolor y gloria

En una tarde azul, de vuelta a Nueva York, colgado del cielo en un Airbus con dos motores Rolls-Royce, vi de nuevo «Dolor y gloria», de Pedro Almodóvar. Lo hice embriagado, roto de lágrimas, mientras en España, cada día más turbia y venenosa, lo que resta de la izquierda pacta la púrpura con nacionalistas, populistas, golpistas y orgullosos mánagers de asesinos. Qué contraste tan aleccionador, el del aliento sanador del arte, concebido por un poeta de los de verdad, y el de la funesta manía guerracivilista de unos eunucos mentales, sectarios de la peor calaña, convencidos de que todo vale para garantizarse empleo y sueldo, incluida la destrucción del contrato social. Cierto que en «Dolor y gloria» encuentras los típicos excesos de un Almodóvar incapaz de atenerse al ascetismo al que aspira. La escena de Rosalía, al principio de la cinta, resulta tan artificiosa como superflua; el baño del pintor desnudo no sé lo cree nadie. Pero a pesar de sus ocasionales borrones y artificios la película está escrita con la tinta imborrable de un escritor capaz de escrutar hacia dentro con una mezcla de horror, melancolía e ira. Las conversaciones con la madre, el reencuentro con el amante, la relación con el actor en otros tiempos fetiche, el uso y abuso de narcóticos para calmar la incertidumbre, el cansancio y la pena, las reflexiones sobre la creación, el amor, el erotismo o la muerte, y la colosal interpretación de un Antonio Banderas prodigioso, sepultan las hipérboles puntuales, los guiños innecesarios, los pegotes que en tantas películas anteriores devoraban todo y que en esta no son sino motas de polvo que no invalidan la majestuosidad terrible de una obra maestra. Claro que la actualidad manda. El comentarista que les escribe paraba de cuando en cuando para seguir los últimos coletazos del debate de investidura. Pude así revolverme a placer con las indignidades proferidas por Pedro Sánchez, Pablo Iglesias, Gabriel Rufián y Mertxe Aizpuria, celebré el coraje, la valentía y la decencia de Inés Arrimadas y Ana Oramas, saboree de nuevo el infantilismo suicida de quienes anteponen su odio atroz a cuanto huela a derecha a la necesidad de salvaguardar la Constitución y la obligación de proteger las libertades. Y fue así, entre chupitos de auténtica gloria, que Almodóvar vino a salvarme del dolor de un país arrasado por las termitas y gobernado por un sociópata.