Opinión

El piropo, in memoriam

Que conste que soy firme partidaria del piropo. El halago masculino es el consuelo de la viuda, la separada, la soltera y la casada. En el caso de unas, porque sustituye al varón ausente; en el de otras, porque eleva la autoestima y estimula la vida conyugal. Nada más energizante que encontrar eco al esfuerzo matinal de maquillarse o vestirse o peinarse. Qué tristeza circular por España como por Escandinavia, donde no me extraña que la gente se suicide a porrillo, de pura soledad e indiferencia social. Yo no entiendo esta inquina hacia el requiebro.

Hay quien es zafio en el piropo, pero como los hay toscos en el saludo –o la falta de él–. También hay gente que habla con sequedad amojamada por teléfono o que maneja el wasap como un martillo, y no hacemos una ley para amordazarlos. Eso se enmienda con educación, no con prohibiciones.

Se van a considerar agresiones las expresiones verbales que denuncie la mujer por no haber sido consentidas ¡pero si la gracia del piropo es la sorpresa! Supongo que subyace a esta ley el proyecto de una sociedad andrógina y asexuada, donde sea idéntico y romo el ser hombre o mujer. Donde pretendamos todos ser indiferentes a los demás, cosa que exige un enorme grado de hipocresía y ocultamiento. Qué horror.

Creo, muy por el contrario, que si quisiéramos avanzar debiéramos ampliar el piropo. Atender a todas las bellezas de la persona, a todos los sexos, a lo psíquico y lo moral también.

Debiéramos piropear constantemente y en especial a los más necesitados. Atendernos más y más minuciosamente los unos a los otros.

El comentario zalamero es un dique contra la perversidad, que suele florecer en el silencio y la oscuridad del alma. El rijoso mira al niño y se relame sin decir nada. El adúltero fantasea con lo prohibido. Quien expresa, se deja ver y con ello permite al otro prever actitudes y, si es preciso, parar pies y frenar pretensiones.

En defensa frente a esta ley bárbara propongo piropear a la ministra Montero. Constante, incesantemente, aunque nos cueste. Practicar el requiebro sobre su pelo negro, su boca de cereza, su mirada incisiva, su verbo preciso. No debe ser muy afortunada la hembra unida a un macho como Iglesias, al que le gusta azotar a las mujeres, o al menos decirlo. Eso no me parece un piropo adecuado. Ése es justo el que tenemos que evitar. Bien mirado, puede que doña Irene Montero reaccione contra los excesos de su hombre, pero no es justo que lo haga en carne ajena. Eso se trata a solas, en Galapagar, y si es profunda la querencia, en un psicólogo avezado en el tratamiento para la disciplina inglesa sanguinolenta.