Opinión

Desjudicialización de la política

Hace días escribía sobre la politización de la Justicia, y me comprometí a tratar la otra cara de las relaciones entre Justicia y política: la judicialización –y desjudicialización– de la política. Decía que hay una politización de la Justicia razonable y otra censurable, y ahora añado que también hay una judicialización de la política necesaria y otra censurable; y lo mismo ocurre con su desjudicialización.

Por judicialización necesaria entiendo el control judicial de la acción política, lo que no es sino corolario del sometimiento de la acción política al ordenamiento jurídico. Ejercer ese control exige de los jueces finura para no caer en el exceso –el gobierno de los jueces– porque no hay mayor desvarío que jueces ejerciendo de políticos, imponiendo sus pareceres o hasta sus opciones políticas. O peor aun: jueces cuya toga es un disfraz que apenas esconde lo que son en realidad: agentes ideológicos, activistas políticos, piezas del engranaje de una estrategia política, jueces integrantes de una suerte de comando judicial.

Como digo, saber cuáles son los limites requiere finura y, quizás, los que juzgamos a las administraciones tenemos experiencia de esa contención cuando ceñimos el control a los aspectos puramente reglados u objetivos, excluyendo lo que son decisiones puramente discrecionales y hasta políticas. A esa contención la denomino desjudicialización deseable, lo que también es exigible a los políticos si es que incurren en el exceso de judicializar indebidamente la política. En esto incurren, por ejemplo, cuando llevan sus trifulcas meramente políticas a los tribunales o derivan a los jueces la solución de sus conflictos o nos endosan decisiones que por miedo o cobardía no quieren asumir o se lanzan querellas como medio para inquietar al adversario o ni siquiera eso –al adversario le pueden resbalar– sino como modo de marcarse un tanto con el único objetivo de airearlo en la prensa.

Pero en política puede darse una desjudicialización negativa que es la que reclama el político que tiende a huir de los límites jurídicos, unas veces porque los concibe como obstáculos y otras porque contrapone legalidad a eficacia. Tal prejuicio se tiene no tanto de la legalidad en abstracto –siempre dirá que la respeta– como de la legalidad concretada, es decir, la que declaran los tribunales. En este punto habría que recordar a quien tenga tal prejuicio que lo que haya de colisión entre eficacia y legalidad lo zanja la Constitución, que manda a las administraciones –es decir, al instrumento de acción del político– que sean eficaces, pero con sujeción a la ley y al Derecho.

Con todo, tal colisión con la legalidad surge cuando el político se acostumbra a moverse no bien adentrado en el territorio seguro de lo legal, sino que es dado a deambular por zonas pantanosas, a moverse en la frontera de la legalidad como forma de evitar, por ejemplo, el engorro de afrontar reformas legales. Un ejemplo fue el estatuto de Cataluña. Verdadera reforma encubierta de la Constitución, su impugnación motivó un clamor desjudicializador en el que se atacaba a los que lo impugnaron más al Tribunal Constitucional, y como sus autores no concebían que la Constitución les limitase, rechazaban que su estatuto pudiese juzgarse en derecho. Y quien dice el estatuto dice ley de los «matrimonios» homosexuales, aborto y otras de calado ideológico: en todas se ha demonizado su revisión jurídica, del mismo modo que se califica de invasión judicial nada menos que se exijan responsabilidades penales al político que delinque.

Tal perversión lleva a que si el político no logra zafarse de la acción de la Justicia acuda a otras argucias para hacer de la política un ámbito inmune al sometimiento a la legalidad. Esto es lo que late tras el reparto partitocrático de tribunales, órganos constitucionales y de control. Y es que el verdadero mal no es tanto que los partidos elijan a sus integrantes como la desvitalización y relativización de la idea de legalidad de la que adolece el político que concibe la ley no como lo que marca las reglas y limites al libre juego político, sino como un obstáculo: si no puede eludir la ley procurará silenciar a los jueces –desjudicialización– o que se interprete y aplique según sus deseos –politización–.Y en esto estamos.