Opinión

Historia de un ataúd

Las historias que nos conmueven suelen llevar los nombres de sus protagonistas. El nombre marca la identidad de una persona, la identifica, la humaniza, la diferencia de otras, consigue otorgarle una particularidad y subrayar su existencia haciéndola única. Dar un nombre a una persona la dignifica, la sitúa en la realidad, le infunde vida. Por eso los nazis arrebataban los nombres a los prisioneros en los campos de concentración sustituyéndolos por un número tatuado en la piel.

Pero estos días, la historia está cambiando, como estamos cambiando nosotros. La imagen de la fosa común de la isla Hart en Nueva York o del interior de la morgue en el reconvertido Palacio de Hielo de Madrid nos ha conmovido. Una hilera de ataúdes alienados milimétricamente. Una ristra de cajas de madera idénticas con una tenebrosa uniformidad. Unos cuerpos sin vida que se presienten en su interior aunque no sea vean: no hace falta mirar con los ojos. La visión se presume y la imaginación se nos desborda porque nos coge más cerca que nunca. En su interior, los cuerpos de las personas que aún no han sido reclamados por sus seres queridos. No ha hecho falta conocer sus nombres para que la historia nos emocione, nos sacuda, porque, de una manera u otra, nos sentimos identificados con su historia que puede ser la nuestra. La imagen estremece porque resulta amenazadora; nos recuerda nuestra fragilidad y remarca nuestra impotencia. Decía el poeta francés Alphonse de Lamartine que el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en un mismo ataúd. Los sepulcros de hoy encierran muchos más.