Opinión

Sin presupuestos

El Gobierno ha renunciado nuevamente a presentar los Presupuestos Generales del Estado para 2020. De esta manera, las cuentas diseñadas en 2017 por Cristóbal Montoro para que estuvieran en vigor a lo largo de 2018 se habrán aplicado no sólo en 2018, sino también en 2019 y 2020. Conviene resaltar este último aspecto: seguimos gobernados, y seguiremos así al menos hasta enero de 2021, por unas cuentas que se elaboraron bajo las circunstancias en que se encontraba España en 2017 (fuerte crecimiento económico, rápida creación de empleo, intenso aumento de los ingresos estatales…).

Y, desde entonces, el PSOE (que alcanzó el poder a mediados de 2018) ha sido absolutamente incapaz de promover unos nuevos presupuestos adaptados a la realidad del país. Ni para 2019 (cuando no recibió los apoyos parlamentarios necesarios), ni para 2020 (cuando priorizó las conversaciones para formar gobierno y posteriormente se vio desbordado por el estallido del coronavirus).

En principio, carecer de unos nuevos presupuestos no tendría por qué ser una mala noticia si, a la hora de la verdad, el documento de Montoro constriñera firmemente las inclinaciones manirrotas del Ejecutivo: si hubiese limitado

–como deberían hacer todos los presupuestos– las partidas en las que puede gastarse y en las que no, entonces habría sido positivo tener congelada desde 2018 la capacidad gubernamental de aumentar sus desembolsos. Pero, en la práctica, ya hemos visto como el Gobierno de Sánchez se las ingenió, a través de los electorales viernes sociales, para disparar tanto el gasto público como el déficit estatal. Por ello, continuar arrastrando unas cuentas desfasadas sólo sirve para perpetuar otras partidas de gastos que sí deberían ser objeto de urgente recorte. España, sí, necesita unos nuevos presupuestos, pero unos presupuestos para poner las cuentas públicas en orden. Sobre todo después del shock de endeudamiento que va a suponer el coronavirus (hundimiento de ingresos y estallido de desembolsos). Es ahí donde se le presentará el gran dilema a Pablo Casado durante los próximos meses: si sentarse a negociar con Sánchez unos «presupuestos de reconstrucción» (tal como los ha denominado el PSOE) o negarse en banda a hablar con un Gobierno socialcomunista que es harto improbable que vaya a traer algo bueno para la sociedad y para la economía. Y, ante tal disyuntiva, la postura de Casado debería ser muy clara: diálogo sí, pero con irrenunciables líneas rojas en las negociación. Líneas rojas que no vienen marcadas por el capricho personal, sino por el bienestar general de los ciudadanos.

En esencia, dos. Primero, no subir impuestos; segundo, diseñar un plan detallado para cuadrar las cuentas y empezar a reducir nuestro endeudamiento público a lo largo de los próximos años. Si estas condiciones no se dan, Casado no debería cooperar en arruinar económicamente a este país. Que los «presupuestos de destrucción» los cocinen solos sus responsables.