Opinión

El dogmatismo ideológico como prioridad

El Gobierno de PSOE y Podemos acaba de cumplir 100 días. Se trata del típico período de tiempo a partir del cual suele considerarse legítimo enjuiciar la acción de un Ejecutivo. Aunque, en realidad, cualquier gobierno ha de ser fiscalizado desde el primer día, pues el control ciudadano de la acción política es fundamental para evitar que ésta se desborde por cauces por los que nunca debería circular. No obstante, los 100 días sí constituyen una efeméride que invita a valorar las primeras actuaciones globales de un Gabinete. En el caso que nos ocupa, esta valoración inevitablemente ha de ser dividida en dos períodos: antes y después del coronavirus. A la postre, el covid-19 ha constituido un absoluto vendaval que ha marcado indefectiblemente la legislatura. Esta no será ya la legislatura del Gobierno de coalición PSOE-Podemos, sino la legislatura del coronavirus. Poco recordamos ya de las semanas previas a la declaración del estado de alarma, si bien durante esos días ya pudieron adivinarse los peores rasgos que iban a caracterizar la ulterior gestión de este Ejecutivo. A saber, la preponderancia del dogmatismo ideológico sobre la evidencia y el de la propaganda sobre la información veraz.
Así, antes de mediados de marzo, comenzó a desplegar su artillería de contrarreformas ideologizadas. Primero, aumentó el salario mínimo interprofesional entre amenazas de derogar la reforma laboral al completo; segundo, propuso hiperregular algunos mercados como el del campo para aumentar sus precios de venta (a costa de minar la cuenta corriente de las familias) o el de los alquileres para rebajar los costes del arrendamiento (a costa de reducir la disponibilidad de inmuebles en alquiler); y, finalmente, incrementó tanto el salario de los empleados públicos como las pensiones aun con un déficit descontrolado (recordemos que el Gobierno ya sabía entonces que el desequilibrio presupuestario de 2019 había superado con mucho sus compromisos con Bruselas).
En otras palabras, ya a comienzos de marzo, estábamos avanzando hacia una economía con mucha más deuda y con mucha más inflexibilidad en los mercados. Dos características que, por desgracia, no han hecho más que debilitarnos en una coyuntura tan delicada como la actual. Y es que, en medio del presente colapso, necesitaríamos de espacio fiscal para poder resistir la masiva emisión de deuda a la que estamos abocados y, a su vez, de flexibilidad suficiente como para que el sector empresarial pueda reestructurarse al menor coste posible. Pero, por desgracia, hemos entrado en la crisis del coronavirus con menos margen fiscal del que necesitaríamos y con mayores rigideces de las que podemos soportar por culpa de las primeras semanas de Gobierno PSOE-Podemos. Una crisis que inevitablemente ha marcado por entero y para mal la segunda parte de estos primeros 100 días. Por un lado, la primera reacción ante el coronavirus fue negar la evidencia del problema y propagar bulos sobre sus auténticos riesgos. Se trataba de diferir todo lo posible la toma de decisiones (probablemente con el objetivo ideológico de preservar las marchas del
8-M) aun a costa de comprometer al resto de la sociedad. Una decisión desastrosa que alimentó la diseminación del virus por todos los rincones del país. Hace pocos días, de hecho, un informe de Fedea estimó que, de haber adelantado sólo una semana el confinamiento domiciliario, el número de contagios (y, por tanto, también el de fallecidos) habría disminuido en más de un 60%. Hasta ese extremo llegó la negligencia del nuevo Gobierno que tan cara le está resultando a una economía cada vez más descompuesta. De hecho, sólo hace falta observar cómo otros Ejecutivos europeos como el de Portugal o Grecia han sido capaces de sortear las dificultades de un modo mucho más exitoso aún con recortes sanitario de por medio. Por otro lado, y tras la declaración del estado de alarma, el fortísimo confinamiento domiciliario parece haber frenado la propagación del virus, pero lo ha hecho a un gigantesco coste para la economía. Esta misma semana, el Banco de España estimaba que nuestro país podría llegar a perder más del 12% de su PIB este año. Algo que, a su vez, dispararía la tasa de paro (sin contar los ERTE) hasta el 21% y la deuda pública por encima del 122% del PIB.
Por supuesto, uno puede considerar que el confinamiento domiciliario es una restricción sanitaria imprescindible para contrarrestar la propagación de la epidemia, pero lo que va resultando cada vez menos justificable es su prórroga indefinida. Cada día que pasa con la economía hibernada, nuestro tejido empresarial se va destruyendo a pasos agigantados (en todo el año 2019, sólo 4.000 empresas se declararon en concurso de concurso de acreedores, mientras que en el primer trimestre de 2020 ya lo han hecho 50.000). Si el Ejecutivo es incapaz de ir normalizando la actividad –deshibernando la economía– es en esencia por su incapacidad para abastecer al país con las mascarillas y los tests necesarios. ¿Y por qué no consigue ni mascarillas ni tests? Porque nuevamente se ha movido guiado por su dogmatismo ideológico: en lugar de facilitar la importación de material extranjero, ha preferido confiscarlo y establecer controles de precios, generalizando así el desabastecimiento. En definitiva, los primeros cien días de Gobierno PSOE-Podemos han venido marcados por la priorización de su dogmatismo ideológico. Desde un primer momento impulsaron su agenda doctrinaria y, cuando el coronavirus llegó, han seguido haciéndolo aun a costa de sacrificar la vida y el porvenir de los españoles. Estos primeros 100 días se han hecho insoportablemente largos.