Opinión

Comunismo, mentira y violencia

Algunos parecen haberse enterado ahora durante la pandemia de una característica sistemática del comunismo: la mentira. Este retraso cognitivo se aplica también a la otra de sus señas fundamentales de identidad: la violencia.

El único país que puede rivalizar en brutalidad en números absolutos con la Unión Soviética de Lenin y Stalin es la China de Mao, cuyos crímenes apenas han empezado a ser divulgados, dado el poder que la izquierda ha tenido siempre sobre la universidad, la cultura y los medios de comunicación (https://bit.ly/2Vf37b4). En las últimas décadas, se nos asegura que China ha entrado en distensión e incluso que es un país capitalista. Naturalmente, es mentira, como denunció hace poco el analista español Julio Aramberri (https://bit.ly/3adrIRX), y había hecho en 1974 Simon Leys: «Sería un error creer que bajo esta apariencia menos repulsiva algo de fundamental ha cambiado. Todos los virajes del régimen han siempre tácticos».

Bajo ese seudónimo escribió el sinólogo, profesor y ensayista belga-australiano Pierre Ryckmans (1935-2014), cuyo libro «Sombras chinescas» acaba de aparecer en Acantilado, con traducción de José Ramón Monreal.

El volumen explica la violencia y la mentira, las mencionadas dos palancas mediante las cuales el socialismo somete y explota al pueblo trabajador. Leys fue testigo, al haber pasado medio año en Pekín como agregado cultural de la embajada de Bélgica. Detalla la forma en que los comunistas arrasaron no solo con la vida y la libertad de los trabajadores de China, sino también con su historia, su arte y su urbanismo. El objetivo de la «Revolución Cultural» fue aniquilar la cultura, el pensamiento, la educación y hasta la ópera, esa tradicional afición de los chinos, que los comunistas también arrasaron y empobrecieron.

Ryckmans, que había sido de izquierdas, se convirtió en uno de los primeros en denunciar tanto la dictadura comunista como la hipócrita admiración que el maoísmo suscitó en Occidente. Muchos intelectuales progresistas, y el inevitable diario «Le Monde», lo atacaron con dureza, y le cerraron la posibilidad de tener una carrera académica en Francia. Encontró afortunadamente cobijo en Australia. No todo el mundo cultural galo se le opuso. En su honor, y el de los liberales, fue apoyado públicamente por el gran Jean-François Revel, autor del prólogo a «Sombras chinescas».