Opinión
Normalizar el insulto
Ha dicho Pablo Iglesias, a raíz de su rifirrafe con el gran Vicente Vallés, que en una democracia hay que normalizar tanto las críticas como los insultos. Y no estoy de acuerdo. El insulto es el principio del desprecio y del odio. Y siempre aparece cuando se desvanecen los argumentos. Si no puedo explicar mi desacuerdo ni tampoco justificarlo, nada como neutralizar al contrario con un insulto. No me gustan. En ningún caso y de nadie hacia nadie. Y no puedo comprender que el vicepresidente segundo de un Gobierno hable de normalizarlos. Se trata, digo yo, de que los poderes del Estado lo sean para todos, independientemente de su ideología. Y que aboguen por el respeto de todos y para todos. El ejemplo debería empezar en el Congreso, donde brilla por su ausencia. Y seguir en los medios y en la calle, donde la crispación suele ser el amparo de esas calificaciones inaceptables. Nada es más defendible que la libertad de expresión, pero todo se puede contar sin insultar. Y así es como se consiguen los mejores resultados. Lo que se debería normalizar es el discurso sin insultos. Y velar por ese protocolo que sirve para paliar nuestras imperfecciones. Si todos fuéramos perfectos, no habría necesidad de establecer reglas. Sin embargo, no lo somos, y se ve que las normas hacen falta incluso para luchar contra las ofensas. Obligar a que se prescinda de ellas serviría para exacerbar la inteligencia y la imaginación. Y, una vez dicho esto, Aristóteles Onassis solía contar: «Los ingleses ganaron la guerra gracias a tres palabras: gracias (thanks) perdón (sorry) y por favor (please). Yo, usándolas, además, me hice rico». ¿Por qué no normalizamos, mejor, la buena educación?
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