Opinión
Los antivacunas, los anti Var... o el satisfyer
Aún no me explico por qué cuando entras con tu pareja por la puerta de Ikea o en Leroy Merlín no suena música de boda. Porque el paseo por su pasillo compromete más que un paseo hasta el cura, el concejal o el amigo que se hace pasar por ambos porque ya os habéis casado días antes. Lo que tengo claro es que en mi lápida quiero que se lea: una vez fue a Ikea y salió sin haber comprado nada. Ni siquiera en la última zona, en la que hay escobillas, cubiertos, trapos para la cocina y todas esas zarandajas con las que acabas picando porque ya que estás en el Ikea... Yo aguanté: me sentí como Ulises cuando le acosan los cantos de las sirenas. Lo escribo por si interesa a los del libro Guinness: nada (y lo cierto es que me hacía falta una escobilla, pero la posteridad exige una persistente idiotez).Ya sé que esas tiendas tienen sus críticos y es verdad que aún no sé qué hacer con los cuatro tornillos que me sobraron del último armario ni cómo lograr que se estabilice. Pero, sin duda, han hecho mis mudanzas más fáciles.
Hay una tendencia a criticar aquello que nos mejora algunas facetas de nuestras rutinas. La primera vez que hice lentejas en la olla se quemaron porque puse poca agua; en la segunda, salieron aguadas. Y prefiero no contar el día que me advirtieron de que el aceite para freír pescado no se reutiliza para freír después carne. Que eso no es ahorrar, que es una guarrada. Así que, sin exagerar, puedo escribir que la Thermomix me ha salvado la vida.
Pero luego los sibaritas llegan y dicen: es que así toda la comida sabe igual. Porque ellos, en su casa, comen huevo frito deconstruido todos los días. Es como los que critican el VAR en el fútbol incluso cuando acierta. Según ellos, las nuevas máquinas han traicionado ese deporte. Hay un defecto de sesgo en su mirada: se fijan en las diez jugadas polémicas de la temporada y no en los cientos de aciertos que no llaman la atención.
La última vez que fui a vacunar a mi hijo se negó a pincharse con toda su rabia. El médico tuvo que hacer que me la ponía a mí primero, en plan teatrillo que no se tragó para nada. Así que recurrí a lo que mejor estudié en mi infancia: una llave de Pressing Catch a mi pobre niño de cuatro años con la que le inmovilicé. Me gustaría decir que su cara de susto y su lagrimilla fueron más fuertes que el placer nostálgico de sentirme Hulk Hogan. Pero no por eso voy a convertirme en un antivacunas. Sus ventajas son mayores que ese dolor. Ni voy a dejar Ikea porque los muebles a mano no sean lo mismo, o que la comida de la Thermomix no sea la misma; o que el fútbol con VAR no sea lo mismo.
Es como decir que un orgasmo con el satisfyer no es lo mismo.
Y ella te dirá: evidentemente.
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