Opinión

Ellos serán nuestros jueces

Episodios de macarreo de nuestro presidente del Gobierno hay muchos. Pero si hay uno que permanece indeleble en la memoria es ése que protagonizó el 6 de noviembre cuando un periodista osó apretarle las tuercas a cuenta de la entrega pendiente por parte de nuestros ¿socios? comunitarios de ese Puigdemont que continúa viviendo como un marqués de Galapagar en Bélgica. Su Excelencia se puso tan nervioso que interrumpió abruptamente al entrevistador de Radio Nacional: «La Fiscalía… ¿de quién depende?, ¿de quién depende?». Ante el tono matonil que estaba adquiriendo el episodio, el trabajador de la radio pública debió pensar: «Tierra, trágame, contesta sumiso, no vaya a ser que éste ordene que me manden a un pasillo». Y optó por agachar la cabeza: «Depende del Gobierno, presidente». Sin que sirva de precedente, Sánchez dijo esta vez la verdad: el artículo 124 de la Constitución, fabricado ad hoc por el legislador constituyente para que el Ejecutivo de turno no sufra sustos penales, prescribe literalmente que el «fiscal general será nombrado por el Rey a propuesta del Gobierno». El silogismo lo resolvería hasta un niño de teta: como quiera que en el ministerio público rige el principio de dependencia jerárquica, todos los fiscales tienen deber de obediencia con el número 1 de la carrera y teniendo en cuenta quién nombra a este último, sobra recalcar que Sánchez no mentía. Ahora, tras su anunciado golpe de Estado al Poder Judicial con el cambio del sistema de elección del CGPJ, el Gobierno socialcomunista pretende dar una vuelta de tuerca más. Vuelta de tuerca que nos metería definitivamente de hoz y coz en el chavismo «light» con todos los peligros para la libertad, la seguridad jurídica y el Estado de Derecho que ello entraña. Esta banda propone alterar la Ley de Enjuiciamiento Criminal para que sean los fiscales quienes instruyan las causas penales. Es decir, para reducir a los jueces de instrucción a la condición de monigotes. Esto es, para que sea Dolores Delgado, que es lo mismo que decir Sánchez o Iglesias, quien decida quién es un presunto delincuente y quién no. Sirva como ejemplo lo que hubiera ocurrido en el caso Dina de estar en vigor este cambio legal: pues, ni más ni menos, que todas las decisiones, desde imputaciones hasta registros domiciliarios, pasando por interrogatorios, hubieran estado en manos del tal Stampa, el fiscal que es íntimo de la abogada de Podemos. Vamos, que los malos se hubieran ido de rositas y a los buenos nos hubieran intentando mandar caminito de Jerez. Como si estuviéramos en la mismita Venezuela.

Argumenta el PSOE, y argumenta bien, que esta idea no es nueva. Que la parió el PP. Tienen razón. Fue Gallardón el que, como notario mayor del Reino, se sacó este conejo de la chistera en 2013, casualmente pocos meses después de que un servidor hubiera destapado los sobresueldos en Génova 13, la caja B y los sms de Rajoy a Bárcenas –«Luis, sé fuerte, hacemos lo que podemos»–. El objetivo era obvio: convertir en papel mojado las delictivas actuaciones de la cúpula popular. Como recuerdan los clásicos, «lo que está mal, está mal aunque lo hagan todos, y lo que está bien, está bien aunque no lo haga nadie». Y qué narices, basta ya de venezolanizar España. En este envite nos jugamos mucho. Seguramente TODO.