Opinión

La buena nueva

Gobernantes y empresarios farmacéuticos anuncian, con gran entusiasmo, la llegada de la vacuna. Falta hacía un mensaje optimista en estas horas de desesperanza. La salvación, al menos de las garras de la Covid-19, parece próxima. Más pronto que tarde veremos neutralizados los efectos del coronavirus, tras demasiados meses de angustia. No obstante, algunos científicos manifiestan cierta cautela. Pero ya se sabe que éstos, a diferencia de los charlatanes habituales, vendedores de cualquier producto, se aferran a la necesaria constatación empírica como prueba para aceptar la verdad. Mientras, la gente reacciona también de formas diversas frente a la noticia. Algunos muestran total confianza; otros cierto recelo y no faltan quienes rechazan vacunarse, en principio, por temor a los hipotéticos efectos secundarios. Lo cierto es que aún seguiremos sometidos a la desinformación general, mal endémico y cada día de más difícil curación, durante un tiempo indeterminado, pero de mayor duración de lo deseable.

La escasa información que recibimos, acerca de las fechas, la vacuna elegida para el tratamiento, el número de dosis disponibles, la estrategia aplicable para la vacunación, … y otros muchos aspectos importantes, sigue moviéndose en el ámbito de la propaganda. En unos casos atendiendo a motivos políticos, y, como no, también a fines mercantiles. Tal vez nunca antes una vacuna tuvo tanta influencia en la lucha por el poder, ni mayor expectativa de negocio. Con todo, al hilo de la buena nueva, no estaría mal que, cuanto antes, procuremos salir de la charca política que nos rodea para mirar más allá de los límites del cenagal.

No resultará fácil pero, ¡al fin!, se nos asegura que estamos a punto de doblar el cabo de las Tormentas; aunque como le ocurriera a Bartolomé Díaz, hace más de cinco siglos, no nos demos cuenta del momento exacto. Gracias a la vacuna podríamos dejar atrás un obstáculo amenazante, convirtiéndolo en cabo de Buena Esperanza, siempre que acertemos a elegir la ruta conveniente, aunque para ello necesitaremos replantearnos muchas cosas. De momento nos falta superar los escollos del peligroso cabo de las Agujas, que podrían echar a pique los barcos de nuestra economía, en manos de capitanes doctrinarios y pilotos inexpertos. Luego, más difícil todavía, faltará recomponer la armonía social, en medio de aguas procelosas agitadas por el sectarismo radical.

A la vista de la experiencia reciente y, del futuro inmediato, no queda más remedio que reflexionar; sin ceder a la tentación acomodaticia de gran parte de la población. ¡Qué atrevimiento!, dirán algunos, llamar a pensar a los hombres y mujeres de una sociedad sin tiempo, agobiados por el miedo y la absorbente tarea de sobrevivir. ¡Qué tontería!, exclamarán muchos. Puede que abunden, además, los que crean que se trata de una simple expresión retórica; un brindis al sol. Sin embargo, estamos obligados a pensar. Hoy más que nunca la reflexión ha de ser el punto de apoyo, como decía Spinoza, para la vida y la esperanza. Solo así generaremos el antígeno para sobrevivir a la miseria física, material y espiritual que nos rodea. El beneficio de la vacuna que llega no debería circunscribirse a la lucha contra la crisis sanitaria, sino extenderse a todas las oportunidades que nos ofrece para revertir el proceso que contribuyó a impulsar, de manera decisiva, en términos económicos, sociales y políticos. Eliminar los efectos físicos y psíquicos del coronavirus supone la posibilidad de reducir los «coronaparados» y los «coronapobres». Esperemos que también los «coronapolíticos» incapaces e indecentes.

Hace tres lustros G. Steiner publicaba sus Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento y afirmaba, siguiendo a Schelling, la melancolía fundamental e ineludible de la existencia humana. Entre sus motivos hablaba de la duda insuperable; la escasa utilidad del pensamiento ordinario; la muy limitada posibilidad de descubrir algo nuevo; la frontera impuesta por el lenguaje; su dispersión en la mayoría de los seres humanos, y de la frustración que suponía pensar esperando contra toda esperanza; de la impotencia de captar lo cognoscible más allá de un límite; del riesgo que supone para alejarnos unos respecto a otros; de los problemas para pensar a Dios, … Un panorama nada halagüeño y eso que, entonces, no habíamos hecho más que cruzar el umbral de este siglo XXI, sin sospechar siquiera los avatares que, en apenas una década, vendrían a agravar esa melancolía.

Sea como fuere pensar es una exigencia para el ser humano, por encima de cualquier circunstancia. El pienso luego existo, cartesiano se ve rebasado, en cierto sentido, por la correspondencia absoluta entre pensar y respirar. Las razones expuestas para la tristeza se subordinan al imperativo vital y, en otro plano, al hecho de que el pensamiento sea el último reducto de la libertad del hombre. Pensar puede conducir al error, no hacerlo equivale a morir. Hemos de romper con la parálisis que nos atenaza, inducida en gran parte por peligrosos patógenos pseudoideológicos, que disfrazan el letargo suicida. La buena nueva requiere la cooperación de quienes la reciben para aprovechar sus efectos. La creación superior y los descubrimientos científicos, por su carácter extraordinario, serán siempre producto del pensamiento elitista de la aristocracia del saber, pero la prueba de su valor está en el pensamiento de todos y de cada uno de los miembros de una comunidad. La reacción general no puede esperar.