Opinión
Las luces de Navidad
Esto de la Navidad debería apelar a ciertos valores de sencillez, humildad, caridad y asistencia al prójimo, pero hoy más que nunca estamos en el hipócrita «siente un pobre en la cena»
Las luces de Navidad parece que vienen a subsanar esa falta de luces que predomina últimamente en las políticas consistoriales/autonómicas y que muchas veces nos ha dejado un catastro de iniciativas que lindan lo ridículo. Los alcaldes y presidentes autonómicos van adquiriendo una deriva megalómana, de faraón de lo mío o reyezuelo taifa, que asoma en iniciativas muy vacías de propósitos. Por estas administraciones menores, y en ocasiones de gente de pocos vuelos, se está aplicando una política de inauguraciones más que una política de hechos concretos, o sea, efectiva, utilitaria y con sustancia social, que es lo que se reclama, aunque nadie se quiera enterar. El ciudadano aspira a que se le resuelvan las burocracias cercanas y le ayuden con las cosas de la sanidad, el transporte, la educación, que es lo suyo y por lo que se daría por contento, pero lo que obtiene son esos proyectos Frankenstein como aeropuertos sin tráfico aéreo, rotundas inútiles, hospitales sin quirófanos o dispensadores de gel hidroalcohólico en el metro, porque es más fácil y, sobre todo, deja foto en la Prensa.
La ampliación del Museo del Prado cuesta entre treinta y cinco y cuarenta millones de euros, pero en Madrid se han gastado la tela de tres millones en la iluminación navideña, lo que va dando, a cualquiera imbuido con espíritu crítico y no mediatizado por politiquerías y sectarismos, el calibre del despropósito. Esto de las luminarias decembrinas es un intento de epatar a la ciudadanía por vía del espectáculo más que por el camino de la buena política, que es lo que se hacía en la Roma de los césares, o sea, pan y circo. Por una esquina de nuestra celtiberia hay un tal Abel Caballero que se ha gastado el montante de un millón de euros en luces de Navidad, según él las mejores del mundo, y uno se pregunta si realmente Vigo necesita tener las mejores luces del mundo y después si esta ciudad no tendrá problemas más acuciantes en los que malgastarse ese parné, que no es poco.
Esto de la Navidad debería apelar a ciertos valores de sencillez, humildad, caridad y asistencia al prójimo, pero hoy más que nunca estamos en el hipócrita «siente un pobre en la cena» que Berlanga denunciaba en «Plácido».
El mercado, que lo capitaliza todo, ha fagotizado la fiesta y la política, que nunca ha tenido rubor en casi nada, se ha sumado al asunto para sacar su tajada de populismo manchando con otras significaciones adornos que son propiamente para niños, que ahora ven hurtadas sus ilusiones y, de paso, sustituidos los dromedarios y Reyes Magos por colores que no les dicen nada. Y en esta España del Covid, en esta España de los Ertes, en esta España anoréxica de turistajes, pero más berlanguiana que nunca, es donde unos prendas de Alicante se han desmarcado con el nacimiento más caro del mundo, que es justo lo contrario de lo que representa y significa la idea del pesebre de Belén.
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