ETA

Señor presidente

Y Otegi, a quien ETA encomendó el vano intento de resurrección de Batasuna, es presentado como hacedor de una paz que nunca quisieron y sólo buscaron cuando estaban ya rendidos

No puede creer lo que está oyendo. Rodríguez Zapatero glosa la figura histórica de Otegi elevándolo a generoso urdidor del fin pactado de ETA. Lo hace, además, en un tono de paternal misterio, dejando caer que él era el presidente del gobierno entonces –prestigia recordarlo–, y que, como corresponde a tal ubicación, sabe perfectamente el papel que jugó cada cual, aunque no convenga entrar de momento en detalles. Elías, que lo escucha en la radio sin perder ripio, también recuerda aquella época. Él no asentaba sus reales en tan privilegiada posición, no hace falta ni decirlo, pero sí tuvo una mirada cercana a todo aquello que sucedió. Mucho más cercana que la del presidente, lo cual probablemente le limitará la perspectiva, sin contar con que un presidente de gobierno siempre es una persona con mucho más criterio, conocimiento y radical capacidad de análisis, que un simple guardia civil por muy de información que hubiera sido. Pero recuerda.

En aquellos finales de la primera década de este siglo la Guardia Civil y la Policía Nacional, armadas por los jueces y el mucho tiempo de conocimiento de la trama terrorista y sus derivaciones, consiguieron poner a ETA contra las cuerdas. La calle había empezado a reaccionar en Euskadi con el cansancio de cuatro décadas de muerte propia y ajena y la determinación de acabar con el régimen de terror silencioso que al mismo tiempo expandían sus partidarios o sus órganos de información oficiosa. Eso también hizo mucho. Los comandos caían cada vez con más frecuencia. Y eran sus gudaris menos insolentes, más apocados: se lo hacían encima mucho antes que sus predecesores. Eso sí, mantenían la misma estrategia de denuncia sistemática de torturas en cuanto les ponían ante el juez. Sabe Elías que alguno de sus compañeros si estiró la mano en demasía, sí llegó incluso al daño físico, cree que más por rabia que como vehículo de descubrimiento o represión. Algunos torturaron, hubo sentencias. Pero él jamás le toco un pelo a ninguno, y siempre fue igualmente denunciado. Siempre, en todos los casos. Así sucedía.

Fue en aquel tiempo de acorralamiento de los terroristas, en que era evidente que aunque matasen su recorrido histórico estaba por terminar, cuando la mano tendida de la política propició los diálogos primeros para salir de aquello. Lo que no esperaba Elías, y no recuerda disentir en esto con alguno de sus compañeros, es que la generosidad del gobierno llegara hasta permitirles la dignidad de una salida aparentemente dialogada, como si la guerra en tablas hubiera abocado a los contendientes a dialogar sobre el futuro sin vencedores ni vencidos. Y no era cierto. ETA estaba vencida. En la calle y desde las comisarías. Rota y sin futuro se le ofreció algo que no merecía.

Con el paso de los años Elías había comprendido que fue lo más prudente, acaso lo más práctico, para enterrar definitivamente aquel capítulo infame de la historia de España, de la vida del País Vasco, esa Euskadi que llegó a amar, que vio nacer a sus dos hijas, que le dio amigos y retazos de su alma y sus colores.

Pero la vida es un viaje incierto que a veces gira y se vuelve con espasmos impensables o movimientos nunca calculados. Apenas un puñado de años después, resulta que el pragmatismo de unos políticos ansiosos por cerrar aquellos años de dolor inútil, regresa con el vigor imparable de los resucitados. Y lo que entonces fue necesidad de acabar con ETA hoy es exigencia de apoyos para una mayoría de gobierno. Eso sí, con una diferencia, aprecia Elías, que no es de matiz: si entonces se escribió el final de ETA, hoy se necesita reescribir su historia, o al menos edulcorarla. Y Otegi, a quien ETA encomendó el vano intento de resurrección de Batasuna, es presentado como hacedor de una paz que nunca quisieron y sólo buscaron cuando estaban ya rendidos. Seguro que dialogó, cedió, creó escenarios, imaginó futuros en paz. Cómo no, en eso consiste hablar del final de las armas. Pero la rendición no es un triunfo de quien se rinde, y la bandera blanca no se enarbola como si fuera la de la victoria. Hablar de paz cuando te han vencido no es un mérito, sino una necesidad.

No miente Zapatero, piensa Elías, pero esconde la verdad, y no le gusta, porque lo que oculta afecta al trabajo y la vida de miles de compañeros cuya acción profesional, generosa y valiente, fue crucial para que los políticos empezaran a hablar. Para que Otegi jugara su papel de supuesto mediador. Para que ETA pudiera defender ante los suyos que lo que hizo pudo tener al final algún sentido.

Con todo el respeto, señor presidente, no contribuya usted, con la estrategia de las medias verdades, a que se reescriba la historia de aquel tiempo. Hagan ustedes política, sí, pero tengan el valor de enfrentarse a lo que pasó, miren a la cara a las víctimas, compañeros míos, compañeros suyos, señor presidente, y si hay que dejar de mirar atrás, hagámoslo, pero sabiendo que la verdad fue una y es intocable. Porque, créame, si nos engañamos ahí, no va a ser posible construir nada en el futuro.

Pero Elías se teme que no le van a escuchar.