Opinión
Somos unos idiotas hipermodernos
Otro rasgo fundamental del idiota hipermoderno va aparejado a esta falta de sentido crítico: siente la pulsión irrefrenable de compartir sus opiniones públicamente
Llevamos en el bolsillo un teléfono que contiene más tecnología que 6.000 años de historia de la humanidad. Pero conviene recordar que eso no nos hace más inteligentes. Incluso puede que al contrario, como explica el filósofo José Carlos Ruiz, que ha acuñado un término para describir lo que este aparatito (no solo él, claro) nos está provocando: nos convertimos a toda velocidad en unos «idiotas hipermodernos», es decir, en un tipo de personas que no necesitan contrastar las informaciones que da por válidas y que tacha de manipulación o falsedad cualquier evidencia que cuestione sus creencias. Otro rasgo fundamental del idiota hipermoderno va aparejado a esta falta de sentido crítico: siente la pulsión irrefrenable de compartir sus opiniones públicamente, porque cree que resultan de interés.
En su libro «Filosofía ante el desánimo» (Destino), que acaba de publicarse, Ruiz explica que algunos viven en el equivalente de la Caverna platónica con pantalla de cristal líquido. Porque el hipermoderno cree que consume informaciones que llegan a través de múltiples fuentes, pero en realidad, no. Todas tienen un origen común: el mismo (o muy similiar) algoritmo. La cosa se explica de forma sencilla: las redes sociales, por ejemplo, quieren que estemos todo el tiempo posible mirándolas. También Google. ¿Por qué? Porque cada dos o tres contenidos de otros usuarios, meten su publicidad. ¿Qué hacen para que estemos más tiempo? Darnos lo que nos gusta. El algoritmo aprende de nosotros cada vez que hacemos clic y nos muestra el mundo según nuestros gustos porque ha comprobado que si le ofreces contenidos del Barça a un madridista se enfada y sale de Facebook. Así que lo de idiota no es gratuito, porque hablamos de alguien que es engreído sin fundamento para serlo y además es una persona que «pierde la capacidad de escuchar al otro, al que piensa diferente a él».
Según este filósofo, las empresas que tratan de mantenernos como autómatas enganchados a los vídeos de recetas o gatitos no son las únicas culpables. Después de todo, ellas venden su producto, que es publicidad. También es cierto que sus plataformas se emplean para difundir campañas de odio, por ejemplo, pero cada vez asumen más la responsabilidad ante los contenidos sospechosos y las mentiras, aunque las difunda un presidente. Pero es obligación nuestra saber cómo funcionan estas empresas, que obedecen solo a su interés particular, y desarrollar, además de un pensamiento crítico. Ahí se decide el futuro de las democracias, como advierte el filósofo. Y entonces, cuando le explicas a un chaval que hay que prestar atención a quién es el que dice qué, abre la boca un diputado.
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