Vida cotidiana

Historias de matrimonio

La utopía, le dijo el otro día, no es un objetivo, sino un sueño que puede marcar un camino, pero no será la meta

Marga siempre ha creído que un matrimonio, como cualquier otra relación de pareja, no se sostiene sin un esfuerzo común y solidario.

Cuando se casó con Esteban, tuvo que afrontar críticas y desencuentros con su familia, que creyó que aquel tipo simpático y seductor no parecía demasiado apegado al compromiso o la simple exigencia de sosiego vital. Siempre estaba dispuesto a cambiarlo todo y tirar hacia donde hiciera falta. Un culinquieto, como le llamó una vez la abuela.

A ella le gustaba su cabeza llena de grillos, sus sueños dibujados sobre un papel, o su inagotable capacidad de inventarse historias y proyectos que les llevarían a paraísos que él no sólo imaginaba, sino que podía describir casi con el detalle con que algunos escriben cuentos en granos de arroz. En realidad, Esteban escribía cuentos en el aire de una imaginación tan viva como alejada de sus posibilidades. O de la realidad misma.

Durante un tiempo alegró su vida con la banda sonora de un futuro que juntos conquistarían y les cambiaría la vida para siempre. Estaba al alcance de su mano, y aunque ella era incapaz de seguirle en sus cálculos, porque llevaba la cuenta de lo que en casa entraba y salía y tenía perfecta medida de hasta dónde y cómo podían llegar, él siempre terminaba convenciéndola, haciéndole creer que, como decían los del 68, debajo de los adoquines estaba la playa. Pero la playa, como el porvenir que el niño esperaba sentadito en la escalera de Morente, nunca llegaba.

Y nunca llegó.

Marga ya está cansada. El tipo que la sedujo con sueños que hacía creíbles, el adorado visionario que quería cambiar el mundo, empezando por la institución matrimonial, se ha convertido en uno de esos maridos protestones de fin de semana y cerveza en casa con amigotes. De vez en cuando vuelve a hablar de cambiar las cosas, pero se ha acomodado y no sólo se ha diluido su encanto, sino que cada vez está más irritable y lejano. Marga no quiere reconocer que esto tiene que acabar, porque en este momento le necesita para mantener lo poco que han conseguido, y además no se puede permitir una ruptura así como así, porque él, que es muy de alardear para lo bueno y para lo malo, ya le ha dejado caer que la separación sería perjudicial para los dos. Hasta le ha insinuado que no aceptaría de ninguna manera que le diese de lado, y muchísimo menos que encontrara otra compañía en su vida. Que eso tendría consecuencias.

En parte, tiene razón. Esta relación que empieza a ser tóxica, porque discuten constantemente y por casi todo, es desigual, porque él es más débil y le cuesta mucho bajar de sus sueños a la realidad, pero disolverla les traería problemas a los dos. Aparte de significar, y esto es muy importante para Marga, el reconocimiento de un fracaso que no está dispuesta a asumir. Al menos, de momento.

Durante un tiempo ha intentado bajarle de la nube, trabajar de verdad en común, llevar los dos la casa con los pies en el suelo. ¿Por qué no pensar que si lo que tenemos es esto, tratemos de trabajar con ello y a partir de aquí mejorar? Pero juntos, y mirando de verdad el paisaje, no pintándolo de color de rosa, o morado, o verde, porque creemos que así lo será de verdad. Eso es lo que le ha llevado a esa desidia que ella siente insoportable. La utopía, le dijo el otro día, no es un objetivo, sino un sueño que puede marcar un camino, pero no será la meta. Él respondió con otra de las frases suyas tan de revolucionario de salón, «lo consiguieron porque no sabían que era imposible». Yo sí, piensa Marga, pero se lo calla. Hoy le ha pedido que la acompañe a ver a sus padres a la residencia. Están contentos, porque les han puesto la vacuna de la Covid y se sienten seguros. Pero él no va a ir. No quiere trato con ellos, porque nada tiene que contar ni agradecer. Ella sabe que su desafecto tiene que ver más con viejos rencores que con las emociones presentes.

Tampoco importa. Perdida la mirada en el paisaje urbano desde su asiento del autobús, empieza a pensar que quizá pueda. Sí, quizá sea el momento pese a los miedos y las dudas. Va a doler, va a tener consecuencias que incluso pueden arrastrarla a ella misma a un desamparo que hoy por hoy se siente incapaz de gestionar.

Pero seguramente será beneficioso para todos. Sonríe en el autobús, cuando recuerda aquello que él la decía al principio, medio en serio medio en broma, «te doblaré tu brazo de niña bien, conseguiré darle la vuelta a tu vida». Y sí, ha conseguido que doble el brazo, e incluso que levante el puño, pero no como él pensó. El brazo doblado es el codo hacia abajo, el puño hacia arriba y la otra mano sujetando el corte de mangas que está a punto de hacerle a este lastre en su vida.