Coronavirus

Será que ha llegado la primavera

Se paró, se quitó los cascos, miró otra vez el cielo de Madrid, que es igual que todos los cielos, pero es distinto

Había visto los vídeos de Tik Tok e Instagram, echó un vistazo a Twitter y también miró si tenía algo que hacer en Tinder. Llevaba los cascos puestos con música y, mientras esperaba a cruzar un semáforo en Madrid, se dio cuenta que le quedaba más paseo que batería en el móvil. Sintió entonces una ola de aburrimiento acercándose, tan cerca ya que no reprimió el bostezo. El semáforo se puso en verde, se le acabó la batería.

Casi por inercia, empezó a caminar más lento y sin móvil no supo muy bien dónde centrar la mirada: a un lado los coches del tráfico de la capital y de frente la gente que tenía mucha prisa.

Así que miró al cielo. ¿Hacía cuánto que no lo hacía? Estaba azul, algo amarillo, quizá marrón-velázquez. Vio una línea rosa que anunciaba un lento atardecer. Se paró, se quitó los cascos, miró otra vez el cielo de Madrid, que es igual que todos los cielos, pero es distinto y quiso, pero no llegó a hacerlo, pedir a la gente que se parase, que dónde iban con tanta urgencia, que mirasen, un segundo, cómo anochecía.

No estaba fijándose en el cielo el jefe que, después de ver el error o lo que el pensaba que era un error en el trabajo, salió de su despacho hecho una furia. No se dio cuenta de que, como siempre, los empleados bajaban la cabeza y se hacía un silencio espeso y gris. No vio, ya lo hemos dicho, el cielo. Sólo pensaba en el polen, en la alergia y en lo que se había hecho mal ese día en la oficina. Buscó al culpable, mientras caminaba con determinación por el pasillo.

Llegó hasta el ascensor, que se abría, con su espejo del fondo.

Se miró. Y no le gustó lo que vio.

De repente, sintió algo parecido al vacío. Volvió a mirarse y tuvo dudas de su determinación, del error que tanto le había angustiado o de si era violeta o rosa ese color que tomaba el parque de almendros por el que pasaba todos los días sin apenas fijarse.

El culpable del error llegaba de frente. Le paró y cuando salieron las palabras de su boca no se extrañó de que no fuera una bronca: «¿Me puedes abrazar?».

Fue un abrazo lo que dio la madre a su hijo cuando volvió al colegio tras una semana confinados por un positivo en clase. No podía dejárselo a los abuelos, que no se habían aún vacunada. Conectada al trabajo, mientras su hijo decía «mamá» para jugar, para comer, para entretenerse, quejarse, limpiarse, reírse o llorar, pensó que no podía más y también que, en unos años, iba a echar de menos que la necesitase tanto. Era tan incomprensible, tan contradictorio, que iba a estallar. Dejó al hijo, miró el césped del alrededor, respiró y olió el abono que echaban. «Huele a mierda–sonrió más de un año después–, llega la primavera».