Rey Felipe VI
Monarquía y democracia
La Corona es la institución clave para instaurar una convivencia en paz y en libertad entre los españoles
La Presidenta de la Comunidad de Madrid se equivocó con sus declaraciones del pasado domingo en las que mezcló, inadvertidamente sin duda, los indultos a los secesionistas catalanes con la Corona. La afirmación que subyacía acerca de una posible responsabilidad del Rey en cuanto a los indultos es, efectivamente, errónea. Contribuyó además a reducir el impacto de la concentración en Colón, una manifestación convocada por una asociación y a la que respondieron decenas de miles de ciudadanos de muy diversas opiniones políticas (allí no había, gracias a Dios, nada parecido a la unanimidad). Finalmente, la sugerencia de la Presidenta proporciona argumentos, aunque sea fantasiosos, a quienes están obsesionados con echar sobre la Corona una responsabilidad que no tiene y que no le corresponde.
El diseño del poder de la Corona en la Constitución española resulta original tanto por el momento histórico en el que se promulgó esta como por la herencia histórica sobre la que se construye. Las dos –coyuntura e historia– confluyeron en otorgarle al monarca unas funciones que no se pueden simplificar. Por una parte, el monarca se abstiene de intervenir en la política partidista: ningún acto suyo tiene valor si no va respaldado por el representante del Gobierno emanado de las Cortes. Eso, sin embargo, no convierte la figura del monarca español en una suerte de secretario o notario encargado de ratificar actos que le son ajenos. Para eso está el ministro de Justicia, que ejerce como tal. En cambio, el monarca español, como representante de la nación y encarnación viva de su permanencia y su unidad, ejerce naturalmente una función moderadora: escucha, aconseja, propone, abre cauces de diálogo y está, como la nación debe estarlo, con los españoles que sufren y con los que se enfrentan a situaciones difíciles. Y tiene el deber de promocionar y defender aquello mismo que simboliza, que es España.
De ahí la presencia de la Corona en tantos momentos de la vida social y política –sí, política en su sentido más profundo, no partidista– española y su intervención en horas de particular gravedad, como fueron el 23-F y el 1-O. En este último caso, quien merece algún reproche es el Gobierno que dejó solo al Rey, como el Rey no debería estarlo nunca.
Esta doble naturaleza de la Corona, inherente a su función y a la tradición política española –tan rica y tan valiosa como cualquier otra–, es lo que garantiza la democracia parlamentaria española. Garantizó el liberalismo en el siglo XIX y ha salido garante de la democracia liberal en el siglo XX y en el XXI. Habrá quien considere superfluo recordar esto, pero conviene hacerlo: no hay ningún motivo para afirmar que una república es más democrática que una monarquía y, en el caso español, la historia demuestra que la Corona es la institución clave para instaurar una convivencia en paz y en libertad entre los españoles. Quienes la ponen en cuestión no lo hacen por elevados sentimientos de progreso moral y político. Lo hacen porque saben que si cae la Corona caerá también la nación y con ella la democracia y la libertad. Es lo que todos deberíamos tener bien claro.
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