Parque de El Retiro

Un paseo mágico por el parque de El Retiro

No en vano, cuando fue inaugurado en tiempos de Velázquez, se chismorreaba que el parque era un «encantamiento» urdido por el Conde Duque de Olivares para alejar a Felipe IV del gobierno.

Clarea en Madrid. No es la primera vez que me distraigo en el parque de El Retiro nada más abrir sus puertas. Admito que casi siempre lo hago con la proa puesta a la cercana estación de Atocha. Hay cierto riesgo en la decisión. El recinto no es pequeño y cualquier pequeño contratiempo puede hacerme perder el primer tren del día. Esta vez, sin embargo, el «juego» es diferente. No tengo AVE a la vista. Hoy el bosque domesticado de la capital se abre a mis pies mientras vagabundeo por las casetas cerradas de la Feria del Libro. Huele a otoño húmedo. Que la gran cita literaria de la capital se haya movido este año pandémico de junio a septiembre, de repente me hace recordar que los viajes en el tiempo existen. Y esa idea absurda me empuja a un recuerdo que mezcla jardines y libros.

Vuelo a la historia de dos profesoras inglesas que en el verano de 1901 se tomaron unos días para visitar los también reales jardines de Versalles. Anne y Eleanor dirigían entonces el prestigioso St. Hugh´s College de Oxford y creyeron que sería buena idea recorrer los huertos de Luis XV al caer la tarde. Al aproximarse al Petit Trianon, austero pabellón coronado por una bonita balaustrada, notaron algo raro en el ambiente. Nunca supieron explicar qué fue. Embelesadas, no tardaron en cruzarse con unos hombres tocados por sombreros de tres picos. Al principio creyeron que eran actores. Les preguntaron cómo podían llegar al palacio y los caballeros, mudos, les indicaron el camino a regañadientes. Antes de que pudieran enfilar el sendero indicado, otro sujeto las instó a cruzar un pequeño puente tras el que encontraron una mujer vestida con ropas antiguas, sentada en un taburete. La dama pintaba un paisaje. Un lacayo la asistía. Anne y Eleanor abandonaron la escena con la sensación de haber irrumpido en un dominio privado y, a su regreso a casa, comentando la anécdota, llegaron a la extraña conclusión de que se habían trasladado en el tiempo, a la época de María Antonieta, y que aquella mujer del taburete no pudo ser sino la misma reina de Francia en vísperas del asalto a las Tullerías de 1792.

¿Podría tropezarme yo cualquier mañana de estas con Fernando VII en el Retiro? Quizá daría con él en la cima del montículo oculto por la foresta que marca la esquina del parque de las calles O’Donnell y Menéndez Pelayo. Fue su lugar favorito. El día que vea un castillo de dos torres sobre el cerro, sabré que el milagro de Anne y Eleanor se ha repetido. Ese lugar, hoy conocido como «la montaña artificial», perdió su castillo en 1930. Desde los tiempos del Deseado a los de Valle-Inclán le cupo el honor de ser el mejor mirador de Madrid. Lo que queda de ella lleva casi tres décadas cerrado, sin que nadie pueda ver sus bóvedas de piedra ni la falsa estalactita que albergó en su día. Nadie sabe para qué mandó construirla Fernando VII a su arquitecto favorito, Isidro González Velázquez, pero las crónicas refieren que el modelo que usó para ello fue el de los jardines del Petit Trianon. La coincidencia no me pasa desapercibida. Imposible.

Cerca se levanta otro de los «caprichos» del rey: la casita del pescador. Una especie de kiosco oriental decorado con frescos de imitación pompeyana. Por desgracia, solo si lograse mi salto en el tiempo podría ver la «casa persa», un templo exótico, de madera, hoy desaparecido. O la llamada «casa de las aguas», donde en 1890 el doctor José del Pino instaló una estancia de paredes de raso, con divanes de terciopelo, a la que los madrileños se asomaban para beber de los surtidores de bronce de los que manaban aguas naturales, ferruginosas o alcalinas. Asistir en tiempos de Galdós a una de sus sesiones de pulverización, inhalación o ingestión, debió ser un lujo de otro mundo.

Antes de que el hechizo se acabe, me acercaría al estanque de El Retiro. No albergo esperanza de asistir a las naumaquias que se organizaban para Felipe IV. Eso sería viajar muy atrás en la Historia. Pero sí me deslizaría hasta la «fuente egipcia» que el Felón mandó levantar ahí mismo. En su época, entre las dos esfinges que la flanquean, se levantó una estatua de Osiris que hoy debe dormitar en algún almacén municipal. Incluso caminaría hasta la colina sobre la que se levanta el famoso Ángel Caído. Antes de que Ricardo Bellver viera colocado ahí su Lucifer en 1885, a 666 metros exactos sobre el nivel del mar, el cerro acogió un cementerio. El primero extramuros de Madrid, en el que se cree que se inhumaron caídos en la guerra contra los franceses. Quisiera leer sus nombres en las lápidas desaparecidas. Nadie las ha encontrado.

Todo eso es lo que anhelo de un parque que ya es patrimonio de la UNESCO pero que ha perdido tanto pasado. Sé que estoy cerca. Que el milagro ocurrirá cualquiera de estas madrugadas. No en vano, cuando fue inaugurado en tiempos de Velázquez, se chismorreaba que el parque era un «encantamiento» urdido por el Conde Duque de Olivares para alejar a Felipe IV del gobierno. Mágico, por tanto, es. Solo hay que verlo con los mismos ojos –y la misma suerte– que aquellas dos damas inglesas gastaron en Versalles.