España

Escritora total

Fue amiga de sus amigos, que es más de lo que puede decirse de tantos

La conocí en Valladolid, cuando yo era un joven novelista y ella era ya la campeona flaubertiana de la frase larga y la novela épica. Aquella tarde, con Luis Antonio de Villena en el escenario, estuvo arrolladora. Nos había volado la cabeza (y más cosas) con «Las edades de Lulú», aquella novela magnífica que era un flash de un Madrid abierto a la modernidad y la democracia, encanallado, hambriento, brillante y nocturno. Lejos de quedarse en el hachazo revoltoso Almudena Grandes creció como novelista hasta enfrascarse en unos episodios nacionales que van de Sol a Brunete, de Malasaña al Jarama y de la España partida en dos por la guerra y al pan de salvado de la posguerra al estallido multicolor de la Movida. Fue amiga de sus amigos, que es más de lo que puede decirse de tantos, y desprendida con los chavales que arrancaban. Quizá porque recordaba los días de apañar artículos para las enciclopedias, a tanto la línea, hasta que el premio de la Sonrisa Vertical y el buen ojo de la editorial Tusquets apostaron por un talento a la altura de su ambición y ganas de comerse la vida y el canon. Entre Emilia Pardo Bazán y el rock and roll, entre la novela decimonónica y la cultura pop, entre las coplas fluorescentes de su querido Joaquín Sabina y los veranos del sur desplegó su gusto por la página bien trabada, el estudio psicológico y la ligazón profundamente literaria, con novelas que miraban siempre hacia fuera, asomadas al vagón por el que circula la vida, incapaz de contemplarse el ombligo y obsesionada por escribir sobre los otros, sobre la biblioteca del mundo y sus seres, generalmente ateridos e inermes. Gustó y quedará porque tuvo el coraje de husmear en los arcones de la memoria y los conflictos de un país no peor que otros, pero sin duda atormentado y a ratos bronco. Si hay una palabra para distinguirla es la generosidad. Generosidad para escribir, generosidad para derramarse en las páginas y, claro, también para equivocarse. A menudo sufría leyéndole unos artículos autoconvencidos de la superioridad moral de la izquierda, mal endémico de la izquierda reaccionaria, tan española. Asunto distinto fue su literatura. Tenía 61 años, el corazón colchonero, acababa de ser abuela, había rematado un nuevo libro, que saldrá pronto, y deja un legado literario a la altura de los imprescindibles. Cuando todos, en nuestro delirio adolescente, queríamos ser Joyce o, peor, Pynchon, ella jugó y ganó para ser Galdós en Cuatro Caminos. En un tiempo de eunucos literarios fue un ejemplo de ambición laboriosa y honda. Hoy Madrid llora a una de las suyas.