Banco de España
Que tampoco molesten esos
España tiene un gravísimo problema por la izquierda: la vocación de ejercer y retener el poder sin escrúpulo ni control
«El Banco de España destroza las previsiones de crecimiento del Gobierno para 2021 y 2022»; «El Banco de España enmienda al Gobierno y reduce un 90% el impacto de los fondos de la UE en el PIB»; «La AIReF proyecta que la deuda pública será del 190% del PIB a mitad de siglo si no se ataja». Son titulares de estos días que informan de unas enmiendas a la política económica del Gobierno. No proceden de grupo parlamentario alguno: una viene del supervisor bancario y otra del organismo que vela por la sostenibilidad de las finanzas públicas.
El Banco de España o la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIRef), como la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, junto con otros organismos públicos, conforman las llamadas «administraciones independientes». Hay más, pero me ciño a los que ahora me interesan. Cada una actúa con independencia, son voces técnicas, neutrales y no partidistas que supervisan y analizan la política económica. Esa independencia es su razón de ser y así lo exige la Unión Europea.
Esos organismos, más el legislativo y, sobre todo, el Judicial, conforman el sistema de «controles y equilibrios» que impiden un ejercicio despótico del poder, hacen que el aire político sea respirable. El problema de esas administraciones independientes surge cuando contradicen al gobierno de turno y chocan –no sin crudeza– con una patología del ejercicio del poder, del mal ejercicio del poder: esa que le hace tender a expandirse, a evitar límites y controles, incluso en los sistemas políticos más depurados y solventes.
Que esa función incomoda lo evidencia el documento presentado por el Grupo Parlamentario Socialista y Más País-Equo en el Congreso de los Diputados y que rezuma el deseo de atemperar a esos organismos para que no sean respondones. No lo dice a lo bruto, sino revistiéndolo de una fraseología que nos es familiar. Así, tras glosar la función de esos organismos y pasarles la mano por el lomillo, viene la censura: no pueden colisionar con la legitimación democrática de quien ejerce el poder. Ese es su punto de partida.
Esos organismos no exceptúan el principio democrático, salvo que se conciba arcaicamente; tampoco merman la legitimidad democrática de quien gobierna ni de las mayorías parlamentarias, salvo que caiga en el trilerismo lingüístico y el concepto de lo «democrático» se rellene a base de ideología: quien llega al poder más gobernar en democracia, se considera «la democracia», investido de una autoridad indiscutible y como su origen es democrático no cabe censurar sus soberanas decisiones. Se aceptan esos organismos de supervisión siempre que su análisis técnico de la realidad no contradiga la voluntad política del Gobierno. Recuerda a ese dicho que compendia las malas prácticas periodísticas: que la realidad no te estropee un buen titular.
Las cuestiones que plantea el documento son relevantes y animarían a un debate serio: la tensión entre la legalidad y la legítima discrecionalidad del ejercicio del poder. Pero hay que pellizcarse para salir del ensimismamiento al que nos puede llevar tan interesante debate y no olvidar que hay detrás algo bien conocido por los jueces: la Justicia ejerce de cabeza ajena de la que se puede aprender y hacer vaticinios. Y es que no hay nada nuevo bajo el sol de un socialismo bastante cavernario empeñado en distanciarse de los estándares democráticos occidentales, civilizados; un socialismo aquejado de esa urticaria que le provoca el contacto con instancias que no controla, lo que encabeza la Justicia. Está en su ADN y viene de lejos porque esa concepción del principio democrático animó la reforma judicial emprendida en 1982 y miren dónde estamos.
España tiene un gravísimo problema por la izquierda: la vocación de ejercer y retener el poder sin escrúpulo ni control. Ahora merodea a los organismos reguladores, lo que les vaticina un futuro semejante a la Justicia, hueso más duro de roer de ahí el acoso gubernamental o el insulto desde mayoría parlamentaria que lo sustenta, directamente o encargándolo a sicarios mediáticos. Molesta todo límite, ahora los técnicos, como ya los jurídicos y quienes los representan y me vienen a la memoria las palabras de San Agustín: «Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?».
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