Guerra en Ucrania
Defender Chernóbil
Aunque algo parezca tan ridículamente inverosímil como defender Chernóbil, todo, hasta lo casi ficticio, es susceptible de ocurrir
Describía hace apenas un mes «The New York Times» la soledad de los soldados ucranianos patrullando, Kaláshnikov al hombro, los nevados y desamparados bosques de la Zona de Exclusión de Chernóbil. Se cuestionaba, entonces, la oportunidad de proteger, ante una hipotética invasión rusa, ciudades y pueblos reducidos a espectros fantasmales desde 1986, cuando el mayor accidente nuclear de la Historia, con una radiación 400 veces mayor que la bomba de Hiroshima, volatilizó cualquier posibilidad de vida en aquel lugar. Al escepticismo que rodeaba la custodia de un territorio de vacío y silencio (apenas rescatado de su letargo por el turismo de catástrofes), se añadía la incredulidad extendida y universalizada sobre las temerarias aspiraciones de Putin. «No puede suceder». Era el mantra que se replicaba reiteradamente. Y esa aseveración, entre el deseo de paz y el descreimiento del sinsentido, encierra la esencia de la reacción demostrada por Occidente en los últimos años a las distopías que han arrollado la pretendida plácida entrada en el siglo XXI. Además de los estragos de la pandemia, que también comenzaron con la absoluta certidumbre de que aquello no podía estar pasando, afrontamos ahora la mayor desestabilización del orden mundial en décadas y con el territorio europeo convertido en asombrado y perplejo escenario. Cuando los expertos concedían veracidad a las ansias conquistadoras rusas y apuntaban a un ataque relámpago para la toma de Kiev, se imponía, en cambio, la desconfianza respecto a esa posibilidad desde la atalaya de las estructuras internacionales creadas a partir de horrores previos y con el firme objetivo de evitar los posteriores. La seguridad de que nuestros esquemas mentales, ahormados a la diplomacia y a unos códigos pos Grandes Guerras, eran compartidos por un mandatario evolucionado de dudoso presidente a dictador (ante nuestra impertérrita mirada y en una pirueta ensayada demasiadas veces) se ha demostrado como un grave, un gravísimo, error de cálculo. Y las alertas, de analistas, políticos y ucranianos de a pie, que avisan ahora de la ausencia de límites en la compulsión expansionista, que mira a otros territorios y que agita a Polonia, Suecia o Finlandia, deben servirnos para no reincidir en complacencias e incredulidades anteriores. Las fuerzas rusas han tomado, finalmente, el control de la planta nuclear en una acción que Zelenski ha considerado una «declaración de guerra para Europa» y que es el mejor estímulo para escapar de esa letanía paralizante e inútil del «no puede suceder». Porque, aunque algo parezca tan ridículamente inverosímil como defender Chernóbil, todo, hasta lo casi ficticio, es susceptible de ocurrir.
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