Ucrania
Ucrania existía antes de la guerra
Si Putin consigue eliminar el recuerdo de una Ucrania pacífica, se encontrará un paso más cercano a su victoria
Por qué pienso que ahora es el momento de escribir este artículo: porque a Ucrania la han metido en una guerra y dentro de poco, si los combates se alargan, a los ucranianos se les verá desde Occidente como vemos a los chechenos o a los afganos, a los armenios, igual que a los niños sirios desmadejados en una playa del Mediterráneo. Serán parias del peor tipo, del tipo que inspiran lástima e incluso un resquemor temeroso por lo que sean capaces de hacer con su dolor. Serán víctimas y criminales, y cuando le pregunten a nuestros hijos qué es Ucrania y los chavalines hagan memoria, seguramente les vendrán a la mente las imágenes de bombardeos y destrucción desmesurada, como me ocurre a mí con Iraq y a mis padres con Yugoslavia. Qué triste. Pocos se acordarán hasta dentro de mucho de una versión de Ucrania cuando tenía paz, o una paz casi conseguida, antes de que las televisiones nos mostraran el acceso de locura del pulpo de Moscú.
Mira que puede pocos recuerden que los ucranianos tienen una bonita costumbre que apenas se aprecia en España. En Ucrania, hablando de las palomas gorjeantes que extienden sus pulgas en cualquier ciudad del mundo, casi siempre puede uno encontrarse un corrillo de estas sabandijas picoteando el suelo de piedra con loca determinación. Algún duendecillo misterioso paseó hasta hace escasos segundos por la misma acera y dejó unos pedacitos de pan para las palomas. No son migajas sino trocitos enteros para que las aves pudieran dar unas sacudidas del demonio al pan, y que luego se les suelte del pico para que se queden mirando a su alrededor como gilipollas. Estas palomas… Y los ucranianos (no solo los jubilados) les dan de comer y lo mismo hacen con el ocasional perro callejero que dobla la esquina meneando el rabo: unas patatitas con la grasa del filete que no me he terminado, un pedazo del perrito caliente, esos originales perritos calientes hechos con pan de barra que cocinan a pie de calle en los países de este lado del mundo. Es tan habitual que lo de la guerra de ahora y los perros callejeros comiendo perritos calientes se enreda y se vuelve todo paradójico. Toca enderezar.
Seguro que algunos de esos puestos ya han reventado en pedazos pero alguno quedará. Uno menos cada día pero quedarán para cuando reconstruyan el arenal que va a quedarles como esto no pare pronto. De todos modos no hemos venido a hablar del después. Seguimos con el antes. Con el ahora de Odesa, porque a la perla del mar Negro todavía no la han manoseado demasiado porque todavía no ha comenzado el supuesto desembarco que sufrirá y sus avenidas siguen limpias. Los bonitos edificios construidos con la piedra arenisca que los rusos excavaron bajo sus cimientos, de la tierra a casa casi sin caminar y coloreados en la zona del centro de rosas y azules, aún pueden robar hilos de sol a las nubes y vestirse con ellos para impresionar a quien vaya de visita. Los borrachos te piden con los nudillos hinchados que les regales un cigarro, jóvenes damitas caminan ensimismadas sin que jamás sepan que existimos.
Si paseas hacia el puerto podrás ver el mar Negro (que baña unas playas de alucine en Turquía) y ahora en Odesa se puede ver a la flota rusa con los catalejos de turistas pero antes solo se veía el mar y en el horizonte aparecían rápidos destellos de sol. Y pasan cosas similares con Kiev o con Járkov. Kiev es una ciudad espectacular. Tiene mil quinientos años y fue capital de un imperio antes que Londres o Valladolid, es una de esas urbes exacerbadas con una pompa orgullosísima por su herencia, resacosa de victorias que todavía hoy pueden repetirse. Sus anchas avenidas están congestionadas por la circulación y edificios como la galería Gulliver o la sede del Oschadbank nos transportan de alguna manera a Estrasburgo o Madrid. La plaza de la Independencia recibe un día sí y otro también un grupito de asociados a cualquier aventura o señoras manifestaciones donde hace daño de tanto brillar el azul mezclado con rojo, negro y amarillo. No es como Járkov porque Járkov no es tan bonita, es más, yo lo siento mucho porque la estética de esta ciudad nunca ha sido de mis favoritas. ¿Qué voy a hacerle? Cuando opinaba sobre ella no sabía que iban a hacerla trizas los chiflados en el poder. Pero Járkov nunca trató de la estética.
Su punto está atrancado en un murmullo que se escucha nada más entrar en su término municipal y que no deja de perseguirlo a uno hasta que sale de la ciudad. Un ronroneo, un murmullo que no calla. Un runrún que parece proceder del leve temblor que produce su suelo, flexible a causa de tantos pasos que han terminado por darle la forma apropiada. En los túneles de metro que salen atestados en los noticieros se apuestan entre semana las ancianas para vender flores y cambiar moneda, se escucha tras una esquina el llanto persistente de un violinista callejero que no se quiere rendir. Coches marca Ford o Lada, chavalas, enamorados caminando con la nuca recta de orgullo y sujetando un ramillete que compraron a la anciana de la estación de Kholodna Hora. Járkov. Es importante que escriba este artículo cuanto antes porque es probable que pronto sean tantas la imágenes hechas polvo que yo mismo olvidaré el sonido que hace única a esta ciudad, podría ser, acabará todo mezclado y ensordecido por el sonido del Kalibr de fabricación rusa cuando impacta en el objetivo. La memoria es traicionera, que dicen. Casi tanto como el televisor.
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