Religion
Si no os convertís, pereceréis (Lc. 13,9)
Es preciso reconocer la necesidad de convertirnos a Dios si queremos que haya un futuro verdadero para la humanidad
Si no nos convertimos a Dios, si no volvemos a Él, pereceremos, como dice Jesús en el evangelio de Lucas (Lc. 13,9). Pero aun siendo así y sin ningún ápice de odio ni de condena de nadie, reconozcamos, al mismo tiempo, que, en nuestro mundo de hoy, se palpan innumerables signos de cómo este mundo se está alejando de Dios. Es verdad, que, sin embargo, Dios no se aleja de él; tal vez está aún más cercano que nunca, porque este mundo más necesita de su compasión, de su piedad, de su misericordia, de su sabiduría y de su amor. Necesita volver a Dios, acudir a Él, convertirse a Él. Y si no, pereceremos; sin Dios nos destruimos, sin Dios, nos sumergimos en un infierno devorador del hombre: la invasión injusta de Ucrania es un signo más.
En efecto, ¿qué significan si no esa lejanía respecto de Dios los atentados contra la vida humana, como es el execrable terrorismo, o la guerra injusta en Ucrania y Rusia o los miles y miles, millones incluso ya producidos, de abortos legales cada año en el mundo, o las legislaciones de la eutanasia, o de los casos de eutanasia practicada fraudulentamente o de los casos que puedan producirse en España por estas legislaciones y en otras partes del mundo, o la experimentación y comercio de embriones –verdaderos seres humanos–, o el negocio de la compraventa de órganos humanos, o el de la droga, o ese creciente número de suicidios en tantas partes?¿Qué nos dicen los genocidios, las guerras tan crueles del pasado siglo, o de éste, los campos de exterminio nazis o los gulag soviéticos, la esclavitud a la que están siendo sometidas tantas personas, y tantas mujeres sometidas a la trata o las torturas perpetradas en lugares que todos conocen, la inhumana pobreza de tres cuartas partes de la humanidad mientras una cuarta parte vivimos en la abundancia?¿Qué comporta el armamentismo de algunos países, la dictadura del relativismo, el escepticismo y la quiebra moral tan aguda que padecemos donde no se sabe lo que es bueno y lo que es malo, lo que es válido y valioso por sí mismo y para todos, lo que pertenece a la ley natural y universal, y no porque así lo haya decidido yo mismo u otros, o los poderes, aunque sean mayoría en órganos parlamentarios?¿Por qué la tan amplia y repetida vulneración de derechos fundamentales en esta etapa de la historia, o la crisis tan aguda que sufren hoy el reconocimiento y fundamentación de tales derechos humanos, y, al tiempo, la creación artificial de «nuevos derechos» por las mayorías parlamentarias o grupos de opinión con amplio poder e intereses?¿No son reflejo de lo mismo, de ese olvido de Dios, las formas y modos con que está siendo tratada la familia, a la que se quiere desvincular de su fundamento natural que es el matrimonio, esto es, la unión fiel e indisoluble del hombre y de la mujer abierta a la vida, como ha sido desde el principio?¿Qué pensar de la ideología tan insidiosa y tan dañina y destructora como la de género, propiciada por el nuevo orden mundial, un nuevo orden obra de poderosos, obra de plutócratas enmascarados de humanismo altruista y de obras filantrópicas generosas pero muy interesadas, que quieren dominar el mundo, adueñándose de gobiernos o de Estados, de leyes y de normas, de medios de comunicación, información y opinión, de centros de creación y difusión de cultura, de mentes, pensamientos, corazones y sentimientos de las gentes, calladamente o con mentira abierta, pero controlada, un nuevo orden tan contrario a las raíces cristianas, las que sostienen Europa y América?¿Qué pensar de ese nuevo orden mundial que se propugna desde poderes no tan anónimos, enteramente economicista, tan contrario a la persona, al bien común, a la familia, a los derechos humanos fundamentales como el de la libertad, la familia, la verdad?¿Qué decir de la postura tan generalizada de nuestra cultura dominante para la que parece que la verdad no cuenta o no existe la verdad –uno de los logros alcanzados ya de ese nuevo orden mundial, nuevo Goliat, nuevo Hitler, nuevo Stalin, nuevo Putin… a combatir y vencer–, o que la afirmación de la verdad absoluta y universal sea entendida como dogmatismo, fundamentalismo o fanatismo a extirpar, como contraria al diálogo y a la unidad, incluso a la paz?
Podríamos seguir planteando interrogantes y más interrogantes; nos llevarían todos a la misma realidad: al olvido, a la ausencia de Dios, al caminar en dirección opuesta a Él y a su voluntad. Buena parte de este olvido de Dios se manifiesta en el laicismo reinante, en una laicidad solapada pero penetrante y extensa, en una amplia y honda secularización de nuestro mundo occidental y también la secularización interna a la propia Iglesia, la más grave de todas, o la apostasía silenciosa, los pecados tan aireados hoy de algunos de sus miembros en el mundo clerical, y las deserciones de tantos cristianos, la mediocridad de nuestra fe y vida cristiana, la incapacidad para evangelizar, la falta de fortaleza para ser testigos de la fe en nuestro mundo, olvidándose al mismo tiempo los inmensos, bellísimos y auténticos testimonios de fe, de Evangelio, que hoy se nos ofrecen hasta el martirio. Son muchos los hechos y las cosas que reflejan la pérdida del sentido de Dios o su olvido, la gran fragilidad con la que se vive la experiencia de Dios y la debilidad para vivir la dimensión pública de la fe, pero igual o más son los hechos y las coas que manifiestan que Dios no ha muerto como pregonaba Nietsche, padre del nihilismo de la posmodernidad y que el hombre, a pesar de tantos ataques tampoco ha muerto, y esto no sucederá. En todo ello anda la clave de lo que nos pasa.
En el Evangelio de Lucas, se escuchan palabras de Jesús que nos dicen con fuerza: «Si no os convertís, pereceréis». Ahí está el futuro del hombre y de la sociedad. No puedo callar esto. Sería un mal pastor si no lo comunicase a todos, con un amor muy grande que tengo a todos, como sólo Dios sabe. Es preciso reconocer la necesidad de convertirnos a Dios si queremos que haya un futuro verdadero para la humanidad. La verdad del hombre está en Dios. Ésta es, en efecto, la verdad del hombre y su grandeza: está hecho por Dios y para Dios. Ahí se condensa la más verdadera y genuina antropología, de la que andamos tan necesitados en nuestro tiempo, en el que todo parece mirarse a ras de suelo y en el que todo trata de resolverse de manera inmanente a este mismo mundo con la confianza puesta únicamente en sí mismos y tratando de comprenderse sólo con criterios y medidas inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes. Necesitamos convertirnos a Dios para que el mundo no sea un infierno, porque ¿qué es el infierno, sino la ausencia de Dios? Miremos al Cielo y oremos.
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