Política

Por una Fiscalía del Estado no del Gobierno

Delgado quedará para la historia como la más nociva fiscal general que se recuerda

Con la renuncia de Dolores Delgado se pone fin a la que ha sido la etapa más sombría de la Fiscalía General del Estado en la historia de la democracia. Ha justificado su marcha en razones médicas derivadas de una dolencia en la columna vertebral. Con Delgado, Pedro Sánchez colocó a su fiel ministra de Justicia al frente del Ministerio Público, que se convirtió en un peón al servicio de los intereses del presidente. Fue el inquilino de La Moncloa el que lo expresó de manera explícita con su famoso «¿de quién depende la Fiscalía?». No ha habido un caso más flagrante y descarado de politización de un cargo capital sometido a un Estatuto que exige imparcialidad, objetividad e independencia. Tal escándalo hubiera sido imposible en cualquier democracia plena y garantista, y demostró no solo el abismo al que se dirigía la nación, sino hasta qué punto la voluntad del presidente era firme en su propósito de someter las principales instituciones del Estado. El hecho es que Europa ha reprochado al Gobierno sin éxito alguno el caso de la Fiscalía en todos sus informes sobre el estado de la independencia judicial. Para oprobio general, Delgado ha cumplido su misión con entrega, determinación y lealtad al Gobierno que no a la Fiscalía ni al Estado. Con disciplina ha ejecutado las directrices correspondientes, sin abstenerse como era preceptivo en todos los asuntos relacionados con el Ejecutivo del que formó parte, convertida en abogada de Moncloa en asuntos cruciales como el de los indultos a los golpistas, entre otros. Desde aquel pecado original de su designación como la titular de Justicia más reprobada, su adscripción política ha contaminado las estructuras del Ministerio Público. Su política de nombramientos, despótica y sectaria, la ha sembrado de afines de la minoritaria Unión Progresista de Fiscales en una metódica vertebración ideológica de puestos clave hasta haber quedado en evidencia en el Supremo por ningunear el escalafón y la competencia para favorecer a sus elegidos. Con este panorama, que Delgado se regalara un adiós con autobombo, en el que resaltó que «se han logrado hitos históricos para la carrera fiscal y la justicia española y un cambio de paradigma en la Fiscalía centrado en la transparencia, los valores democráticos, los derechos humanos, la perspectiva de género y la protección de los más vulnerables», ha sido una burla infame. En realidad, sus compañeros convirtieron en un voto de censura sin paliativos las últimas elecciones al consejo fiscal en las que fue vapuleada. Quedará para la historia como la más nociva fiscal general que se recuerda, responsable de haber sumido a la institución en el mayor de los desprestigios y de las desconfianzas, gravísimo cuando hablamos del baluarte del principio de legalidad y por ende de la Constitución. La elección como sucesor de Álvaro García Ortiz, su mano derecha y muy próximo al PSOE, refrenda un mandato continuista y ratifica que Sánchez está obsesionado con domeñar a la justicia. En estas circunstancias los pactos que agraven aún más la politización de los órganos constitucionales resultan del todo indeseables.