Política

En el laberinto del general

Hace tiempo que los del antiespañolismo histórico prescindieron del tiempo, estimando que un conquistador español de XVI debería comportarse como un estudiante del XXI

Se sorprende Palmira de la forma en que medio gobierno de España ha inflado lo del Rey en la toma de posesión del nuevo presidente Colombiano, Gustavo Petro, cuando presentaron allí la espada de Bolívar como si fuera el brazo incorrupto de Santa Teresa y al parecer el Jefe del Estado español no rindió la pleitesía que el símbolo merece. Bueno, quizá no se sorprenda tanto, porque es la vieja táctica de la delegación europea del bolivarismo rancio y desinformado, que aventa polémicas estériles en las que suele desnudar su profundo desconocimiento de la historia real. Sobre todo la de España. Le recuerda el caso de aquel concejal de Podemos de un pueblo andaluz, Mijas quizá, que se negó a dedicar una calle al descubrimiento de América porque ensalzaba el imperio español y propuso a cambio llamarle Vía Romana ante el divertido estupor de sus compañeros de corporación. Roma, como se sabe, no encabezó imperio alguno.

Esto es algo parecido. La matraca de la leyenda negra del español, difundida sobre todo por historiadores o aficionados del mundo anglosajón, se ha convertido desde hace tiempo en torpe aliño argumentario de la izquierda española que apoya decidida y alegremente tópicos que a estas alturas son algo más que dudas para cualquier historiador serio.

Palmira conoce y leyó hace tiempo al británico Stanley G Payne en su «En Defensa de España», que pone en valor el inmenso legado cultural español en medio mundo, y se asomó sorprendida y algo incómoda a la biografía de Bolívar escrita por la norteamericana de origen peruano Marie Arana, que sigue amarrada a los tópicos históricos de la cultura anglosajona para dibujar un personaje cuyas luces aparecen más que sus sombras, sobre todo en el contraste con una España supuestamente atrasada, intolerante y brutal, ajena a la riqueza cultural que allí dejó sembrada y la realidad de una sociedad colonial que también disfrazó de revuelta contra el Imperio la rebelión de la clase dominante criolla más interesada en fronteras para negocios propios que para libertades generales. Una biografía tan singular la de Arana que tras describir al general «culo de hierro» como le llamaban sus soldados por su capacidad de cabalgar durante horas y horas, como alguien impulsivo, incapaz de impartir justicia, impaciente e intolerante, afirma que Bolívar enseñó a los latinoamericanos a aceptar las imperfecciones de sus líderes.

Se pregunta Palmira cuántos de los que hoy alzan la voz en contra del borbón por su gesto hostil hacia la Historia, sabían que existía esa espada sagrada y que sería expuesta como reliquia inesperada en la toma de posesión del presidente de Colombia. Porque lo cierto es que fuera de la presidencia colombiana y quizá alguno de los aliados de este Petro ex guerrillero del M-19 –que se dio a conocer precisamente por robar aquella espada en el año 74– nadie, tampoco la diplomacia española, sabía que se iba a celebrar aquella liturgia de adoración bolivariana. Le pilló al Rey de improviso y reaccionó al tomar conciencia de lo que era aquello. Y punto. No hay más polémica.

Pero no. Le faltó tiempo a la facción bolivariana del gobierno español, y en particular su líder en la sombra –cada vez más oscura, por cierto– para elevar el grito en redes y ante micrófonos por ese inaceptable insulto a la memoria de la liberación de América, y aprovechar la insensibilidad monárquica ante la Historia –sin duda por su responsabilidad en el espantoso genocidio del pueblo indio, cualquiera, en cualquier tiempo entre los siglos XVI y XVIII– para volver a pedir su cabeza como Jefe del Estado. Un Rey que no respeta los símbolos no es un Rey. Siempre, claro, que sean los de los antimonárquicos. No escuchó Palmira reproche alguno desde ese banquillo cuando hace unos días la Reina no se santiguó en una ceremonia religiosa.

Simón Bolívar fue un hombre pequeño de estatura, y grande en valor y ambiciones. Cambió el mundo, como lo hicieron Napoleón o Washington, pero ejerció una tiranía feroz en los territorios que «liberó». Local, sin imperio, pero tiranía al fin. La propia Arana le define también como mujeriego, lo cual es una forma generosa de dibujar un perfil que la mayoría de sus aduladores considerarían inaceptable, como su tendencia a no hacer prisioneros, arrasar poblaciones o ese indiscutible carácter despótico: «Para salvaros de la anarquía conservé el poder absoluto». Perfil putinesco, por traerlo a este tiempo.

Piensa Palmira que no serán sus partidarios capaces de argumentar en defensa del general, que aquella era otra época y América otro lugar, y había una revolución pendiente contra una tiranía. Porque hace tiempo que los del antiespañolismo histórico prescindieron del tiempo, estimando que un conquistador español de XVI debería comportarse como un estudiante del XXI, y bajo tal prisma ser juzgado.

En Colombia se produce la polémica. Desde Colombia, uno de los grandes escritores en lengua castellana, escribió un relato crítico, nada hagiográfico y probablemente más ajustado a la realidad que la mayoría de las biografías existentes. Se le ocurre que podría recomendar a los partidarios del caraqueño la lectura abierta y si quieren también crítica, pero atenta, de «El General en su Laberinto», de Gabriel García Márquez. El retrato es descomunal. Hoy quizá más necesario que nunca.