Religion
¿El sueño de una Europa cristiana es todavía posible?
Creo sinceramente que urge hoy en Europa hablar del valor social y humanizador de la fe, para que se despierte la conciencia pública respecto a los nuevos pobres
No se trata de volver a revivir ningún «sueño de Compostela». No sueño con una «Europa cristiana», ni sé si es posible. Lo que me importa realmente, recordando a San Juan Pablo II, es que Europa avive sus raíces cristianas; que reviva los valores que hicieron gloriosa su historia y benéfica su presencia en los demás continentes. Que supere lo que P. Hazard llamó «la crisis de la conciencia europea». Si los intereses económicos fuesen los predominantes en la Comunidad europea, dejaría de ser ella misma. Europa necesita una reconstrucción que exige sabiduría y hondura espiritual.
Los cristianos no podemos estar ausentes de esta reconstrucción, en último término, humana y espiritual; no podemos omitir nuestro servicio desde la clave de humanidad que posee en Jesucristo, no puede dejar de hacer en esta encrucijada de la historia. Con esta propuesta de una nueva evangelización, no se pretende la restauración del pasado. Para contribuir a la consecución de aquellos fines que procuren un auténtico bienestar material, cultural y espiritual a las naciones europeas. A la Europa próspera y desarrollada económicamente, pero moral y culturalmente desconcertada, la Iglesia aporta la savia del Evangelio, la riqueza de humanidad que brota del encuentro con Jesucristo y de la comunión con la Iglesia. Los católicos tenemos el deber de aportar a la vida social europea estos bienes por las vías del testimonio y del convencimiento en el marco de las libertades democráticas, promoviendo aquellos valores sociales que se derivan del Evangelio, del encuentro con el Señor. Creo sinceramente que urge hoy en Europa hablar del valor social y humanizador de la fe, para que se despierte la conciencia pública respecto a los nuevos pobres, a la pobreza extrema en el tercer Mundo, y para que se perciba la necesidad de renovación moral, de conversión, de liberación de una vida materialista que nos está llevando a un callejón sin salida demográfica. De otro modo, el fantasma de una sociedad dura, cruel, egoísta y violenta pudiera convertirse en cruda realidad.
¿La salvación está sólo en la Iglesia católica?, me preguntan. Debo remitirme en este punto a lo que enseña el Concilio Vaticano II y afirmar que Cristo mismo, ha entregado a Pedro su única Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica, para que la pastoreara; y ha encargado al mismo Pedro y a los demás Apóstoles que la extiendan y la gobiernen. El mismo Concilio ha afirmado que Cristo erigió a esta Iglesia como columna y fundamento de la verdad y la ha dotado de todos los medios que Dios ha establecido para la salvación de los hombres. Asimismo, ha declarado que esta Iglesia de Cristo, gobernada por el sucesor de Pedro y de los otros Obispos en comunión con él, sucesores de los demás Apóstoles, subsiste una e indivisa en la Iglesia católica.
Pero también afirma el Concilio que fuera de su estructura se encuentran numerosos elementos de santificación y de verdad, que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, se orientan, impulsan, hacia la unidad católica. El Concilio no sólo reconoce en otras comunidades cristianas no católicas su significación y el peso que tienen en el misterio de la salvación o la existencia en ellas de esos dones de verdad y salvación, sino que incluso a algunas de esas comunidades cristianas les reconoce el título de verdaderas iglesias: son las que han conservado la validez de la sucesión apostólica y de la Eucaristía. La afirmación de que la Iglesia de Cristo es la Iglesia Católica no dice que todo el resto deba considerarse como no Iglesia. Por otra parte, además de declarar, como venimos diciendo, que la Iglesia es la única institución de salvación fundada por Cristo para procurar la salvación de todos los hombres y que posee los medios necesarios para conseguirla, el Concilio no deja de afirmar que los que inculpablemente desconocen el evangelio de Jesucristo y su Iglesia, buscan con sinceridad a Dios y se esfuerzan bajo el influjo de su auxilio o de su gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. La Providencia de Dios no niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes, sin culpa de su parte, no han llegado a conocer claramente a Dios, pero se esfuerzan con la ayuda de su gracia en vivir una vida justa, honrada. La Iglesia aprecia, además, todo lo bueno y verdadero que en ellos se da como una preparación al Evangelio y como un don de Dios que se destina a todos los hombres para que pueden tener finalmente vida, para que alcancen la salvación, que es el designio amoroso del mismo Dios.
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