Política

La España de la «efebofobia»

No podemos permitirnos desatender a los jóvenes durante más tiempo o seremos una sociedad sin futuro

A las ancianas las mataban de un hachazo en la cabeza y a los ancianos se les forzaba a huir de la aldea y no regresar jamás. La tribu indígena de los aché, al este de Paraguay, tenía un modo en exceso agresivo de tratar a sus mayores. No era la única. La antropología ha recabado suficientes ejemplos de comunidades con métodos más que dudosos de convivencia con la vejez, como los Kualong, en Papúa Nueva Guinea, o los «chukchi» en el Ártico, que llegaban a alentar el suicidio esgrimiendo un tentador paraíso en el más allá. Por suerte, estas costumbres ni han sido ni son mayoritarias y las gerontocracias, con sus comités de sabios y ese plus que siempre aporta la experiencia, han predominado a lo largo de la historia. Es más, la forma en que una sociedad atiende a sus mayores es un marcador infalible de avance y desarrollo, como también debería serlo el modo en que se cuida a los más jóvenes.

La advertencia que la OCDE ha hecho a España esta semana ha resultado dramáticamente reveladora: el 28 por ciento de los españoles entre 25 y 34 años no ha terminado el Bachillerato ni la FP, el porcentaje más alto de la Unión Europea. No es que sorprenda el pésimo resultado, ya recurrente en las clasificaciones internacionales en educación, pero impresiona por la rotundidad del primer puesto. Si ese dato se combina, además, con el del desempleo juvenil, el 29,6 por ciento de menores de 25 años está en paro (los peores de la UE, otra vez), el retrato sociológico que se dibuja invita al desasosiego. Y las consecuencias en forma de riesgos de exclusión, incapacidad para disponer de herramientas con las que manejarse en la vida adulta o dificultad para acceder a empleos de calidad configuran a nuestro país como una especie de reino de la «efebofobia» en el que se ignoran sistemáticamente todas las señales de peligro que la estadística se empeña en enviar.

Y el proyecto de Presupuestos de 2023 ha vuelto a refrendar ese olvido. El gasto destinado a la juventud aumenta en 1.500 millones frente a la subida de las pensiones, por ejemplo, que se cifra en 19.000, ampliando así la brecha intergeneracional que convierte a nuestra maltrecha pirámide invertida en una acechante bomba de relojería social. Debemos sentirnos satisfechos, desde luego, del cuidado a los mayores, como reconocimiento al ayer que representan, y también de la atención que se presta a la mediana edad, al grupo más activo que sostiene el hoy, pero no podemos permitirnos desatender a los jóvenes durante más tiempo o seremos una sociedad sin futuro, comportándonos como una tribu suicida abocada a perder el mañana. Una verdadera anomalía antropológica.