Religion

Patio de gigantes

Wojtyla se acercó a Monseñor Albacete, imposible de camuflar y, apoyándose con el hombro en su pecho, le susurró: «Ahora que soy tu papa, digo yo que me contestarás a la correspondencia»

Nunca acaba una de conocer a sus amigos. Me pasa mucho con Paloma Gómez Borrero y con Gustavo Villapalos, por ejemplo. A veces, tiempo después de que se hayan ido, nos llega una anécdota o un comentario que refresca su memoria como una ventana abierta y nos hace saber lo afortunados que hemos sido con semejantes compañías. Monseñor Lorenzo Albacete, físico y sacerdote, gordo a la norteamericana –desmesuradamente–, inteligente y jocoso, trabajaba en la Nasa cuando le vino la vocación. Ambas son carreras celestes. De hecho, Albacete tiene un libro titulado «The relevance of the stars» (La importancia de los astros) en el que abunda en ambos misterios, el universo y Dios. Me lo presentaron en Nueva York y me proporcionó los contactos preciosos para el seguimiento de una campaña electoral. No me pregunten cómo, pero conocía a «todo cristo»: republicanos y demócratas, ateos, protestantes y mediopensionistas. Me introdujo en bufetes lujosos de rascacielos deslumbrantes y en redacciones mugrientas y bohemias. Sospecho que su tamaño tenía algo que ver, los gordos disfrutamos de bonhomía. Tenía desparpajo, amaba los chistes y te franqueaba el corazón a tumba abierta. Era generoso, divertido, culto y gourmet. Albacete era norteamericano de origen portorriqueño y sirvió al cardenal de Washington, que en determinado momento le pidió que acompañase a unos visitantes, entre ellos un obispo polaco de nombre impronunciable. Lorenzo los agasajó al modo hispano, los atendió con eficacia yanqui y se olvidó de ellos en el aeropuerto, tan pronto pudo quitárselos de encima con corrección. Al poco tiempo recibió del polaco una nota de agradecimiento que leyó y depositó delicadamente en la papelera. No era de contestar. Un mes después, recibió otra carta, en la que el corresponsal daba las gracias y preguntaba si el monseñor había recibido la nota anterior. El papel no recibió mejor destino, mi amigo estaba siempre ocupado en mil cosas urgentes. Murió Juan Pablo I y Lorenzo siguió la fumata y, apenas asomado al balcón del Vaticano, reconoció empavorecido a aquel cardenal polaco que había ninguneado epistolarmente. Cuando los obispos de los Estados Unidos fueron recibidos en Roma ad limina, una gruesa figura luchaba por hacerse invisible entre las columnas. Wojtyla se acercó a Monseñor Albacete, imposible de camuflar y, apoyándose con el hombro en su pecho, le susurró: «Ahora que soy tu papa, digo yo que me contestarás a la correspondencia». Y le sonrió. Desconocía yo estas intimidades de Lorenzo, que el domingo me narró Pepe Rodelgo, del que les hablaré otro día porque acaba de sacar un libro que merece comentario. Albacete y Wojtyla, qué siglo de titanes.