Caza
Disparos
Hoy sólo se ha de recoger aquí la queja sincera y preocupada por una caza tan legítima y acaso necesaria como arriesgada en un grado muy superior a lo que calculan las leyes
Admite Eugenio que no le sorprende la noticia que lee esa mañana en el periódico. Hace poco ha vivido algo parecido, aunque a él solo le rozó. En el sentido literal de la palabra. Un padre de familia, joven, de cuarenta y pocos años lamenta desde una silla de ruedas que un disparo de caza le haya dejado parapléjico. Se sumerge de inmediato Eugenio en la historia que desgrana el diálogo con el periodista bajo una fotografía del entrevistado en su silla de ruedas. Es joven, parece alto y pierde su mirada en un horizonte lejano, como si quisiera preguntarle a alguien más arriba por qué tuvo que pagar él la imprudencia de un insensato. O la mala suerte fatalmente conjurada por otros.
Relata cómo una mañana, sumergido sobre su bicicleta en un bosque cerca de Argentona, en Cataluña, en esa sierra pinada que se asoma al Maresme, sintió un golpe seco y cayó al suelo. Pensó que le habría reventado alguna rueda. Oyó entonces voces metálicas como de radio y escuchó a alguien decir que le habían disparado a un ciclista. El ciclista era él, estaba claro. Y el disparo la razón de su caída. Se dio cuenta entonces de que donde los nervios le ubicaban las piernas sentía un insólito vacío, como si no las tuviera. Gritó a quien sabía no estaba lejos, preguntó por qué, se desesperó en el suelo. Lo evacuaron en helicóptero. Dentro de poco hará un año. El titular de la entrevista sobrecoge a Eugenio: «Salí a la montaña un día y volví seis meses después parapléjico».
Se estremece y recuerda lo que hace seis meses vivió en una gasolinera cerca de la autovía del Cantábrico, a los pies de la sierra asturiana de Cuera. Un silbido poco común, un golpe seco y súbito y un agujero en la aleta del coche que repostaba antes que él. Cerca, una batida de jabalíes. Lo mismo que había sentado para siempre a Francesc.
Pronto se convirtió aquello en un incesante desfile de guardia civil, curiosos y compadres de la partida de caza ataviados con chalecos reflectantes no fuera a ser que terminaran heridos. Puso el conductor denuncia por la imprudencia y hasta donde pudo Eugenio ver, se paró la batida en aquel instante que pudo ser trágico.
En aquella zona son frecuentes las batidas. Tanto que a veces prefiere no pasear o dejar el caballo en el «prau» no vaya a ser que alguna bala perdida le amargue la vida, o se la quite.
En España hay 15 legislaciones diferentes sobre caza, una por autonomía salvo Madrid y Cataluña que no tienen leyes propias. Casi todas fijan claramente que está prohibido cazar a menos de 100 o 200 metros de zonas habitadas o caminos transitados. La experiencia de Eugenio en aquellas montañas asturianas es que se incumple sistemáticamente. De hecho no es infrecuente que los cazadores o sus compañeros de batida entren en fincas particulares siguiendo la pista de una pieza a cobrar. Demasiadas mañanas de domingo cambia el paisaje sonoro de la sierra y el tenue vibrar de los cencerros de las vacas en el monte deja paso a la ansiosa efervescencia de los perros, en un aullido nervioso e incesante, y los disparos secos que estallan en el valle como el incómodo presagio de una muerte inminente. Los caballos de Eugenio levantan las orejas y se tensan en alerta. Nunca se acostumbran a los disparos.
No le parece mal la caza. A él no le gusta, prefiere otro tipo de negocio con la naturaleza, observarla, aprender de ella, disfrutar de los olores del bosque, de sus propios silencios cuando se adentra en su espesura, del agua que corre o se estrella en las rocas, o de la compañía de sus perros que con él también se «emboscan». El lenguaje silente, la conexión íntima y real que él encuentra en esos baños de naturaleza daría para mucho más de lo que permite las líneas de una página en el periódico. Hoy sólo se ha de recoger aquí la queja sincera y preocupada por una caza tan legítima y acaso necesaria como arriesgada en un grado muy superior a lo que calculan las leyes. No hay, es cierto, registros de víctimas de accidentes de caza, más allá de diez o doce heridos cada año y una veintena de muertos en los últimos diez.
Pero el caso de Francesc, como el disparo en la gasolinera, como los silbidos de balas perdidas o erradas en busca de una carne que no alcanzan, debiera tener la fuerza suficiente como para revisar algunos límites del deporte. Límites sujetos a mayores sanciones que comprometan a quienes cazan. Y eviten en lo posible que ocupen páginas de periódicos personas que salieron a disfrutar y volvieron con otra vida.
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