Sedición

De política y más allá

Se haga o no, lo que como ciudadanos no podemos, o no debiéramos, es dar por buena la afrenta que impulsa este Gobierno

Con el descaro de la urgencia y el menú a la carta, el gobierno diluye la sedición, recorta la malversación y, sobre todo, reescribe la historia reciente de España convirtiendo octubre de 2017 en Cataluña en una algarada callejera de corto recorrido.

Y para cerrar el círculo del estupor, mete en el mismo paquete la reforma del Poder Judicial que considera le otorga el mando a distancia de las decisiones del Tribunal Constitucional. Un completo, vamos, que ha querido resolver lo antes posible no vaya a ser que la cercanía de las elecciones autonómicas o locales se vea contaminada por semejante fechoría.

Pero uno tiene la sensación y, si se me permite, la experiencia, de que el público es mucho menos lerdo de lo que parece calcular el poder político en general y este Gobierno en particular. Argumentarios como los esgrimidos sin pudor de que estos cambios legales nos acercan a Europa –fue usado al principio pero se debieron dar cuenta de lo patético de su debilidad– o, reconocido ya implícitamente que el cambio legal es a la carta, que soluciona el problema catalán y saca a lo político de la judicial, definen una línea de ofensa a la ciudadanía, su razón y su capacidad de analizar la realidad.

Hombre, algo de respeto deben tenernos porque sacan este sapo por la vía de urgencia para que nos hayamos olvidado cuando en mayo se abran las primeras urnas. Pero el solo hecho de pensar que lo guardaremos en un cajón, que nuestra memoria borrará la afrenta legal antes que las cunetas franquistas o las matanzas etarras, revalida precisamente esta tesis de que nos toman por bobos.

Y al electorado hay que tenerle respeto. Aunque no sea el propio. Las mayorías parlamentarias se legitiman en las urnas y nos gusten o no, su funcionamiento es incuestionablemente democrático. Y lo que decidan también lo es. Otra cosa es que nos guste. Y otra más que no tengamos como ciudadanos y como electores derecho a criticarlo. Y hasta a cuestionar su moralidad. La infamia también puede ser legítima si tiene mayoría, pero no por ello deja de ser infamia.

E incluso, si apuramos un poco, hasta la legitimidad de la decisión adoptada mayoritariamente puede tener un resquicio por el que dudar. Porque podría no responder a un interés real de los representados por esa mayoría. Porque podría haber servido para que un grupo minoritario en España como es Esquerra, consiguiera por esa vía de la presión y la necesidad política, haber hurtado a los españoles algo que legítimamente les pertenece: el derecho a decidir sobre su propia integridad territorial.

No soy jurista y se me escapa ese debate, pero me pregunto si todos los votantes del PSOE, que no llevó nada parecido a la reforma legal que va a perpetrar, y de Podemos, están de acuerdo en que se cambie la ley para beneficiar a un puñado de políticos anticonstitucionalistas. O incluso si serían partidarios de que se concediera a Esquerra –capaz es Sánchez, no lo dude usted– la posibilidad de un referéndum de independencia que nos hurtara a los demás españoles el derecho a decidir sobre nuestro país.

Quizá no estaría mal abrir este debate como, por ejemplo, hizo anteayer Carlos Alsina. Pero se haga o no, lo que como ciudadanos no podemos, o no debiéramos, es dar por buena la afrenta que impulsa este Gobierno. Porque me parece que va más allá de la pura gestión política.