Política
La deuda aboca a recortes en los servicios públicos
¿De qué sirve, pues, endeudarse hasta la médula si encima todo empeora?
Los autoproclamados defensores de lo público suelen obviar en sus encendidas diatribas contra las supuestas privatizaciones el problema envenenado que representa precisamente para lo público la deuda de las administraciones. De hecho, no solo no dicen nada de aminorarla para reforzar con los intereses ahorrados la educación, la sanidad y los servicios sociales, sino que abogan incluso por su ampliación, como si el dinero llegado por esta vía fuera el maná que llueve del cielo sobre la tierra prometida. La tónica común de todos ellos es la condena a lo que denominan «austericidio» y la reclamación de inyecciones extra de fondos procedentes de otras partidas presupuestarias –no dicen cuáles–, de la multiplicación de los impuestos o de la emisión de más deuda. Deuda, naturalmente, que tendrán que pagar otros, no ellos. Esa política cortoplacista, basada en el pan para hoy y hambre para mañana, y en construir un castillo de naipes con un dinero que no se tiene, encierra tres peligros fundamentales: el primero es el de aplazar las reformas estructurales que necesitan para subsistir los mismos servicios públicos que tanto dicen defender. El segundo es que estrangula la economía al vaciar los bolsillos de los ciudadanos. Y el tercero es que a la larga hurta recursos precisamente a esos servicios porque todo lo que vaya dirigido a amortizar el capital principal y los intereses de lo debido no podrá ser destinado luego a potenciar colegios, universidades, centros de salud u hospitales. Un contrasentido, vaya, en el que el remedio sería aún peor que la enfermedad.
En estos momentos, la deuda constituye ya una bomba de relojería para el próximo Gobierno que salga de las urnas y para los servicios públicos que tanto mientan sus autoproclamados defensores, como ocurrió durante la crisis financiera de 2008. En concreto, las administraciones públicas acumulan un pasivo nunca antes visto, que supera los 1,5 billones de euros, lo que equivale a decir que cada ciudadano debe la friolera de 31.758 euros desde el mismo momento en el que nace. En 2018, cuando Pedro Sánchez llegó al poder, la cantidad global era de 1,208 billones o, lo que es lo mismo, 25.495 euros por cada español. Así pues, la deuda per cápita ha crecido en 6.263 euros en este tiempo, con el agravante de que la educación, la sanidad y los servicios sociales funcionan hoy peor que entonces, con las tasas de abandono escolar y las listas de espera disparadas. ¿De qué sirve, pues, endeudarse hasta la médula si encima todo empeora? El economista Daniel Lacalle da cuenta aquí, en LA RAZÓN, de la gravedad de estas cifras, y recuerda que el Tesoro deberá refinanciar este año 257.000 millones y que tendrán que emitirse otros 70.000 millones de deuda neta, según las estimaciones del Gobierno, por el elevado déficit estructural del país. Como se ve, el Gobierno está abonando el terreno para futuros recortes con los que poder pagar esa deuda, mientras los supuestos defensores de lo público callan dóciles y genuflexos. El negro futuro se agrava además con la retirada de estímulos del Banco Central Europeo, lo que ha hecho que el Tesoro tenga que pagar ya la deuda a doce meses a un 3%, el interés más alto desde 2012. ¿Y si se dispara la prima de riesgo? Si lo hace la historia se repetiría y esos mismos defensores volverían a la carga con el famoso «austericidio», pero de la deuda no dirían ni una palabra.
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