Tribuna

Ahora, a la huelga

Más allá de las retribuciones, los tiempos invitan a una catarsis que debe hacer la propia Judicatura y sus asociaciones. Si no otros la harán por nosotros.

Llegó la huelga de jueces, fiscales y funcionarios judiciales. Era previsible. Tras la alucinante huelga de los letrados de la Administración de Justicia ahora viene el conflicto con los que ejercen el Poder Judicial, con los que promueven la defensa de la legalidad y con los funcionarios que hacen que la Justicia funcione, más el conflicto con los abogados del turno de oficio. En resumen, que la legislatura acaba con una crisis estructural de la Justicia. Y la Ministra de Justicia paseando por la Feria de Abril.

Me centro en los jueces. La reivindicación es económica, cierto, pero cualificada porque se ventila la idea de independencia económica. Con frecuencia la independencia judicial se invoca a modo de percha de la que cuelga cualquier tipo de queja o excusa, pero la independencia económica no es invento de los jueces sino del propio legislador: está en la Ley Orgánica del Poder Judicial y tal es su entidad que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea la incluye como un aspecto de la independencia judicial. Y lo deduce del Tratado de la Unión Europea.

No es difícil captar que la independencia económica se identifica con una retribución suficiente que retribuya las especiales características del trabajo judicial: el férreo régimen de incompatibilidades de los jueces como garantía de su independencia e imparcialidad, la especial responsabilidad que implica su ejercicio, la carga formativa exigible tanto para acceder a la Judicatura como a lo largo de la vida profesional y, en fin, porque los jueces ejercen uno de los tres poderes del Estado.

La clave está en lo último, en que ejercemos un poder del Estado. Y aquí, perdónenme, cuelo un apunte biográfico. Cuando allá, a finales del siglo pasado y comienzo de este, era vicepresidente de la Asociación Profesional de la Magistratura, intervine en las negociaciones que otros acabarían años después con la aprobación de la vigente ley de retribuciones. Que se regulasen por ley era un objetivo esencial: evitaba que los jueces, como integrantes del Poder Judicial, tuviésemos al Gobierno de patrón. Se consiguió ese objetivo –ahí está la Ley 15/2003– que incluye una previsión –perdón por la vanidad– en la que me empeñé: crea una Comisión que cada cinco años debe revisar nuestras retribuciones. La idea era evitar que cada tanto tiempo los jueces nos enzarzásemos en movilizaciones salariales con aires sindicales.

En veinte años esa Comisión nunca se ha reunido. Primero porque la crisis de 2008 llevaría al recorte en todas las nóminas públicas: fue el zapaterazo de 2010, seguido del rajoyazo y, con apenas resuello retributivo, llegó la crisis de la pandemia. Y ahora Bruselas advierte que habrá que volver a la disciplina fiscal, luego mal momento para plantear subidas salariales. Pero a esas dificultades se añade que el estrépito, y no la discreción, rodea a todo intento de mejora salarial de los jueces con el consiguiente efecto arrastre: de lo que logremos se beneficiarán también los fiscales, los letrados judiciales ejercerán sus celos salariales y finalmente los funcionarios dirán que qué hay de lo suyo. Total, que siendo los jueces unos cinco mil el impacto alcanza a una masa salarial de treinta y tantos mil funcionarios más.

Ahora todo ha saltado por los aires. Esa comisión sigue inédita y frente al empeño para desfuncionarializar nuestro estatus económico son las asociaciones judiciales las que ya hablan sin rubor de que somos unos funcionarios más y como tales hacemos huelga. Bonita trampa para elefantes que nos hemos cavado. El gobierno de turno ya sabe que nos puede tratar como sus asalariados, lo que confirma nuestro empeño en decir que prestamos un servicio público cuya gestión corresponde a los gobiernos, tanto central como los autonómicos, luego adiós al juez como poder del Estado y me pregunto si no estamos contribuyendo a la deconstrucción del sistema constitucional que procura la mayoría parlamentaria.

Nunca he sido partidario de la huelga pero la realidad es la que es: hay mucha frustración entre los jueces cuyo trabajo crece en carga y complejidad, llueven los insultos desde el mismísimo gobierno, no hay atractivos profesionales, las nóminas se jibarizan y se tiene la percepción de que la Justicia apenas interesa simplemente porque ni da ni quita votos. Entonces ¿cómo hacemos valer nuestras reivindicaciones ante un gobierno hostil y un Consejo General del Poder Judicial en ruinas, sin autoridad?

En 1989 sin huelga ni movilizaciones tuvimos una sustancial dignificación salarial pero eran otros tiempos: con menos dispersión asociativa, la Asociación Profesional de la Magistratura era líder y coincidieron un presidente carismático y un ministro –Múgica– con peso político y que respetaba a los jueces. Ahora no tengo respuesta, pero sí sostengo que más allá de las retribuciones, los tiempos invitan a una catarsis que debe hacer la propia Judicatura y sus asociaciones. Si no otros la harán por nosotros.