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En un lapsus se puede pasar del cielo al infierno, de ser el todopoderoso hombre fuerte de La Moncloa a un paria que se cobija del vendaval anclado al Grupo Mixto

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Ábalos ha caído en desgracia. Por un trapicheo, ajeno diríase, que le va a quitar muchas noches de sueño por mucho que diga que duerme bien. Si es que no va a peor. Y puede que no se lo merezca. Por lo menos no con esa saña con la que tantos se van a emplear a fondo –ni que sea como daño colateral– y que prescinde de toda presunción de inocencia. A fin de cuentas, hoy no está imputado en la causa que ha estallado a cuenta del cobro de comisiones en la adquisición de mascarillas durante la pandemia. Huelga decir que fue un frenesí.

Su lugarteniente Koldo García, exconcejal del PSOE en Huarte (Navarra), sí estaba en el ajo. De pleno. Él cerró los tratos que permitieron comprar –y acelerar la compra– de las ansiadas mascarillas cuando cundió el pánico ante su carencia. Las administraciones competían para su adquisición. Con lo que ser el primero en hacerse con millones de éstas era síntoma de una gestión eficiente. De un logro. Y ahí empezó todo. Se abrieron de par en par los atajos para hacerse con el ansiado botín. La feroz competencia y una demanda desbocada condujeron al alza de precios y a renglón seguido la especulación salvaje y abusiva. De ahí las triquiñuelas. Y los avispados comisionistas que olfatearon su oportunidad. Ya reza el dicho aquello de la ocasión hace al ladrón.

Se quejaba el exministro ante el ogro Carlos Alsina en Onda Cero (dijo que le tenían miedo en el PSOE al director de Más de Uno) de lo injusta y cruel que es la política. Porque no estando, por lo menos hasta la fecha, implicado en pesquisa judicial alguna, ha visto cómo sus compañeros de militancia, los gerifaltes, lanzaban un «órdago» público exigiendo su cabeza. Se supone que como fusible o cortafuegos. Con razón. El político tiene mala prensa entre el vulgo. A menudo es al político al que se asocia con lo peor, el responsable de todos los males que nos acechan. Pero además, el político va con todo contra otro político. Sin compasión alguna. Como si fuera un chollazo inconmensurable. Pero cualquiera que conozca ese mundo debería saber que si tienes un hijo se desea que sea un reconocido deportista de cualquier modalidad, aunque sea un cretino. En definitiva, que sea bueno en lo que sea. Será mucho más feliz y ganará muchísimo más que en la selva de la política por melosa que parezca o por lo atractiva que resulte la erótica del poder.

La política es implacable cuando alguien se sale del redil. El susodicho deviene el arma arrojadiza de esa arena política, el ariete con que golpear al enemigo. Una vez eres expulsado del rebaño –como le está ocurriendo a un Ábalos que no ha querido aceptar la invitación a irse para dar ejemplaridad– quedas absolutamente a la intemperie, expuesto sin remedio, vapuleado por propios y extraños. No hay cobijo alguno que te ahorre un chaparrón.

Ábalos compareció ante Alsina durante una hora. Y respondió a todas las preguntas del incisivo director del programa. Pero lejos de hacer leña del árbol caído, Alsina lo trató con amabilidad. No se cebó con el exministro. Eso habla bien de Alsina. Era suficiente con tenerlo en el estudio para preguntar, repreguntar y pedir explicaciones. E innecesario (por cruel) aprovechar la oportunidad para ponerle a caldo. Y a eso se atuvo con atino. Lo que por supuesto no va a evitar que Ábalos pase un calvario y que culmine así, con deshonor, una larga trayectoria política en el seno del PSOE y del Gobierno. Lo que es la vida, debe de pensar el exministro. Él fue quien se presentó en casa de Pedro Sánchez y le empujó a presentar batalla cuando el felipismo le había echado a porrazos.

En un lapsus se puede pasar del cielo al infierno, de ser el todopoderoso hombre fuerte de La Moncloa a un paria que se cobija del vendaval anclado al Grupo Mixto. Donde están las minorías y los que se han quedado sin partido. Los tránsfugas.

Hoy es fácil arremeter contra Ábalos. Para unos, debe cargar con la culpa del desaguisado cometido –presuntamente– por su patrocinado. Amén de sus cómplices. De todos los que sacaron tajada. Y todo eso se infiere de un patrimonio que de sopetón se ha multiplicado. Lo que dice poco en favor del imprudente Koldo. La ostentación siempre se lee como soberbia, uno de los siete pecados capitales. El único que no se perdona según Dante en La divina comedia. Igual sería Koldo un buen chófer, un diligente secretario, un hombretón que arreglaba problemas. Pero también, a todas luces, un incauto. Solo así se entiende que cobrara y no ocultara sus ganancias. El fisco está en todo. Eso es lo más sorprendente de la actitud del subordinado Koldo: no tener reparo en multiplicar su cuenta corriente en un país donde, por ejemplo, el secreto bancario no existe ni remotamente. Hay que ser muy palurdo.