Tribuna

Asesinato y miles de internos encerrados

La finalidad de la prisión no es el castigo que lleva aparejado. Es la reinserción. Con la que también deben estar comprometidos el conjunto de los funcionarios

Una muerte en el lugar de trabajo siempre es especialmente gravosa. Dolorosa. Hiriente. Lo es porque resulta imprescindible que el lugar de trabajo sea también un lugar en condiciones. Salubre. Seguro. Que ir a trabajar fuera jugarse la vida es inaceptable en una sociedad moderna de la Europa Occidental. Eso también nos diferencia de tantos lugares del mundo donde el trabajador es poco menos que mano de obra barata que se cambia sin más si se estropea.

En este caso hablamos de la muerte de Nuria López, una cocinera de la prisión de Mas d’Enric, en Tarragona. Una mujer que acudía a su trabajo con la misión diaria de preparar la comida para los presos. Fue asesinada. A cuchilladas. Dentro del centro penitenciario. Precisamente por un preso que trabajaba junto a ella desde hacía años como ayudante de cocina. Y con quien tenía, según fuentes penitenciarias, una correcta relación laboral. Hasta que de repente se truncó de la peor manera. Con aviso previo de la fallecida según algunas fuentes. Aunque por ahora nadie ha confirmado tal extremo. Más bien lo contrario.

Un suceso tan terrible como insólito. Jamás en 40 años se había se había vivido algo parecido -con un preso de estas características que presta un servicio en prisión- pese a que es obvio que en las cárceles hay gentes que no son precisamente angelitos. El asesino cumplía pena por homicidio. No volverá a ser juzgado. Luego de acuchillar a Nuria se quitó la vida en un acto final de locura, desesperación, culpa o arrepentimiento. A saber qué pasó por la cabeza de un tipo que tenía, tras cuatro años, una valoración óptima en su trabajo como jefe de cocina. ¿Qué ocurrió pues? Eso es lo que la investigación tratará de aclarar.

Y es un hecho que todos los compañeros de la cocinera Nuria -que no decir de su familia- y todas esas personas que trabajan en servicios penitenciarios, a diario, tienen que estar consternados. Alarmados. E incluso puede que haya quien aterrorizado por su seguridad personal. Y es legítimo que exijan responsabilidades y medidas para que no vuelva a producirse un suceso similar. La seguridad es primordial en el trabajo. Ese es un derecho que se ganaron las clases trabajadoras a pulso a lo largo del siglo XX. E incluso antes. Por eso todas las legislaciones laborales avanzadas tratan de establecer normas de obligado cumplimiento para proteger a los trabajadores en sus lugares de trabajo.

Lo que no quita que en mayor o menor medida haya siempre un riesgo intrínseco. La seguridad absoluta no existe para nadie ni para una profesora en la escuela, ni en la construcción, ni para un minero, ni para un policía, ni para un bombero, ni para una enfermera, ni para un agricultor, ni para un trabajador de la industria. Ni en la carretera para cuando acudimos al centro de trabajo. Como tampoco en el sector energético y no hace falta trabajar en Ascó para saber que hay riesgos potenciales en tu lugar de trabajo que a menudo -o a veces- llevan aparejado un plus de peligrosidad.

Pero eso no justifica una protesta que está dejando a miles de internos encerrados en sus celdas. Personas que están a cargo de la sociedad y que purgan sus errores -o crímenes- con una pena de reclusión. También con la finalidad de reinsertarse. También eso nos diferencia como sociedad europea del siglo XXI. También los reclusos tienen sus derechos. Y privarlos de éstos a la brava no es admisible. Como no lo sería que un médico se negara a asistir a un paciente arbitrariamente. Por muchas y legítimas quejas que asistieran o demandas laborales justas que le acompañaran.

No es de recibo responder a un trágico suceso castigando a las personas que tienes bajo tu responsabilidad. Tanto como para dejarlas sin ver el sol indefinidamente. O negándoles de facto el derecho a comunicar. A recibir las visitas de sus familiares. O a impedir por la fuerza que otros compañeros asistan a su lugar de trabajo o se nieguen a secundar una protesta de esas características.

Como tampoco es de recibo una protesta en que se renuncia a convocar una huelga como Dios manda alegando que los servicios mínimos no te gustan. Cuando se protesta a la brava, vulnerando toda legalidad y alardeando de ello, se pierde toda razón. Pero si además se decide ausentarse del lugar de trabajo, sin más, para favorecer el caos, peor aún. Olvidando para más inri que en cualquier lugar de trabajo del mundo (por lo menos del sector privado) que alguien se ausentara durante días consecutivos sin más comportaría de inmediato la extinción del contrato.

Claro que tienen derecho a expresar su cabreo. A llorar la pérdida de una compañera. A pedir una investigación y responsabilidades si es el caso. Y a convocar una huelga si lo estiman necesario. Pero no a cebarse indiscriminadamente contra todos los internos y a olvidar que vivimos en una sociedad de la que no sólo nos esperan derechos. También deberes. Ir a trabajar o convocar una huelga son algunos de ellos.

Sin olvidar que la finalidad de la prisión no es el castigo que lleva aparejado. Es la reinserción. Con la que también deben estar comprometidos el conjunto de los funcionarios. Y las cifras oficiales indican que en los últimos años el índice de reincidencia de los excarcelados ha bajado del treinta al veinte por ciento. Lo que no es menor. Dos vuelven a delinquir frente a ocho que no. Y eso, en el fondo, también es una política de seguridad que necesita y se merece toda sociedad.