Letras líquidas

Atrapados en la «rusosfera»

Sus ejércitos de «bots» han ido dejando rastros digitales que las agencias de inteligencia van recomponiendo para poder frenar próximas injerencias. Putin por todas partes.

Elon Musk nos ha contado que ha implantado un chip en el cerebro de un ser humano. «Telepathy» ha llamado al proyecto. Y su compañía se ha lanzado a vender los «prometedores resultados» de semejante hito. La comunidad científica, en cambio, recela del supuesto avance: no se conocen los detalles de la intervención ni hay rastro de «paper» alguno. Lo reducen a pura publicidad sin más repercusión terapéutica y, de momento, el experimento queda archivado en la carpeta de noticias-ficción que vamos acumulando en este mundo acelerado. Recibimos tantos impactos, tantos «input» informativos a lo largo de nuestros hiperconectados días que nos hemos acostumbrado a almacenar historias o escenarios imposibles o poco probables y así corremos el riesgo de dejar pasar indicios o señales que pueden alertarnos de que algo, cierto y real, sí está ocurriendo.

A veces la vida es muy obvia, y no deja resquicios para la duda, pero otras se mueven en espacios resbaladizos, que, por su propia naturaleza, van ligados a las sombras. Y, en esa dimensión de oscuridades, de incertezas y más sospechas que confirmaciones, se desenvuelven las conexiones rusas. Se mire donde se mire, en los grandes acontecimientos de la historia reciente aparece, invariablemente, la influencia del Kremlin. O con sus ofensivas descubiertas, a través de las que mueve sus fichas geopolíticas en la guerra siria desde hace más de una década y, desde hace casi dos años, desestabiliza el continente europeo con Ucrania como campo de batalla, o aprovechando el anonimato cibernético para influir en procesos electorales ajenos, desde las elecciones que dieron la victoria a Trump en 2016 hasta los referéndums de Escocia y el Brexit. Abonados al «cuanto peor, mejor», sus ejércitos de «bots» han ido dejando rastros digitales que las agencias de inteligencia van recomponiendo para poder frenar próximas injerencias. Putin por todas partes.

Y, con estas premisas, las vinculaciones rusas con el «procés» reviven ahora que el amago de independencia de 2017 vuelve al debate público, pero no suponen un descubrimiento original. El independentismo catalán como elemento desestabilizador de la Unión Europea siempre ha sido muy tentador: agitar uno de los muchos nacionalismos que amenazan su cohesión. Sin prejuzgar si hubo conexión con los separatistas, ni su intensidad ni sus derivadas delictivas (esa compleja labor compete a los jueces, que conviene recordarlo), y ahora que se habla tanto de «esferas» en las que estaríamos atrapados, deberíamos asumir que quizá vivamos ya en la «rusosfera» y no nos estamos enterando.