Tribuna

El coche eléctrico o la vuelta a un fracaso

Aunque el motor eléctrico es indudablemente más eficiente que el térmico, la cuestión es si escogemos excavar el planeta para fabricar las baterías y después enterrarlas, o fabricar combustible sintético para seguir rodando con nuestros coches de siempre

Cuando empezamos a abandonar la tracción animal para pasar a la era del automóvil, se presentaban tres posibilidades para propulsar el vehículo. La primera, el motor de vapor, que, ya en 1769, proporcionó al hombre el primer vehículo. Era más bien una carreta (el «fardier» del francés Joseph Cugnot) y le siguieron otros, sobre todo, para uso militar. Más tarde vendrían vehículos aptos al transporte de personas. Por razones obvias de peso (caldera además del agua y del carbón), tiempo de espera hasta conseguir la presión necesaria para empezar a moverse, el imprescindible chófer (del francés «chauffeur»), que era el encargado de encender la caldera y conducir el «coche», sin olvidar el humo y el hollín que desprendía, la cosa no fue a más. Aunque sí se fabricaron vehículos de distintas marcas que fueron utilizados hasta los años veinte.

Y vino a continuación el motor eléctrico. E l primer prototipo conocido es el de Robert Anderson, quien en 1830 motoriza una calesa. En 1834, Thomas Davenport concibe el primer automóvil eléctrico que más bien parece una locomotora. La comercialización de vehículos eléctricos debuta en 1852 con baterías no recargables. En 1859 Gaston Planté inventa la batería recargable, y, en 1899, ya ha llovido, el ingeniero belga Camille Jenatzy concibió y fabricó el primer automóvil que sobrepasó los 100 km/hora, 105,879, para ser exactos.

Se fabricaron, incluso, camiones, utilizando las casas de posta, todavía existentes, para el cambio de baterías. Pero el enorme peso de estas reducía la capacidad de carga. Limpio, rápido y silencioso, pero pesado a causa de las baterías y con muy poca autonomía, el automóvil eléctrico representaba en 1905 la mitad del parque móvil mundial.

Pero antes, ya se experimentaba con otro tipo de propulsión: el motor de combustión interna. En 1863, el belga naturalizado francés Jean-Joseph-Étienne Lenoir hace rodar un triciclo equipado con el primer motor de explosión. En 1892, Rudolf Diesel patenta el motor que lleva su nombre. Alcyon, en 1906, y Opel, en 1909, fabricaron lo que se dio en llamar «el coche del doctor» por su fiabilidad (arrancaban a la primera vuelta de manivela) y ligereza, lo mismo que el legendario Ford T (del que se fabricaron 16 millones y medio de ejemplares) y que podían circular sin problemas por las carreteras y caminos de entonces, que los modernos 4x4 de hoy no osarían. En los años veinte, Franz Fischer y Hans Tropsch inventan el sistema de fabricación del combustible sintético, al que luego volveremos.

Llevamos, pues, más de siglo y medio desarrollando (incluyendo la aventura del rotativo Wankel) y mejorando el motor de explosión que hoy en día es sobrio, silencioso y poco contaminante, para volver a lo que ya fue un fracaso.

Si a partir de 2035 ya no se pueden fabricar ni vender vehículos con motor de combustión interna ello implica que, a más o menos plazo, rodarán por las carreteras y ciudades del mundo única y exclusivamente vehículos propulsados con motores eléctricos. Para recargar las baterías de dichos vehículos habrá que construir miles de centrales eléctricas, ya sean solares, eólicas, hidráulicas, nucleares o térmicas, y desplegar millones de surtidores de enchufe con la correspondiente red para alimentarlos. El peso medio de una batería para poder impulsar dichos vehículos es del orden de 400 kilos, aunque las hay de 600 y más. Para fabricar dicha batería se necesitan 12 kilos de litio, además de cobalto, níquel, cobre, grafito, acero, aluminio y plásticos. Para extraer los diferentes materiales necesarios a la fabricación de una sola batería hace falta remover 250 toneladas de tierra. ¿Cuántos billones de toneladas para fabricar las baterías de todos los vehículos del parque mundial?

Y ahora volvemos al combustible sintético que no es más que (básicamente) una mezcla de hidrógeno y carbono (el CO2 presente en la atmósfera), un poco como las baterías de hidrógeno, solo que en vez de producir electricidad (a través de un complicado sistema de ánodos, cátodos y electrolitos) lo que se fabrica es un combustible líquido, cuya combustión no emite gases de efecto invernadero. Lo otro interesante de este combustible es que sirve para alimentar todo tipo de motores: térmicos (gasolina y diésel), turbinas y reactores. Es decir que vale para los coches, las motos, los camiones, los tractores, los barcos y los aviones. Dado que de todas formas habrá que crear miles de centrales eléctricas y que lo que necesitamos para fabricar el combustible sintético es simplemente hidrógeno (obtenido por electrólisis del agua) y el CO2 presente en la atmósfera, podríamos instalar las plantas de fabricación al lado de las centrales eléctricas, evacuar el combustible por oleoducto y alimentar en agua por tubería. Aunque el motor eléctrico es indudablemente más eficiente que el térmico, la cuestión es si escogemos excavar el planeta para fabricar las baterías y después enterrarlas, o fabricar combustible sintético para seguir rodando con nuestros coches de siempre. Con una ventaja añadida, que, a base de sacar agua de los océanos para obtener hidrógeno, resolvemos de paso el problema de la inundación prometida por los científicos del clima de las tierras habitables.