Restringido
158 Viejos
Una investigación del «New York Times» revela que en EE UU 158 millonarios han entregado la mitad de los fondos empleados por los candidatos a las elecciones presidenciales de 2016, 176 millones de dólares. Se trata de un grupo de hombres blancos y viejos. «En un país», añade, «que está siendo rehecho por los jóvenes, las mujeres, los negros y los mestizos». ¿Qué pensaríamos si al voltear el párrafo encontrásemos que los reporteros muestran su escándalo porque «un puñado de negros, marujas y adolescentes pagan las campañas electorales»?
Pero en fin, los caucásicos, sobre todo los maduros, y especialmente los hombres, están mal vistos, y la cuestión es que han donado entre doscientos cincuenta mil y 2 millones de dólares por barba. Los protestantes, correctos pero fríos, que no dejan que te acerques a sus bebés y prefieren contemplar la puntera de sus zapatos antes que saludar en los ascensores, pueden escandalizarse con el género o la raza de los donantes, infectados como están por el virus de la corrección política, pero son inmunes al odio de clase. No comparten nuestros recelos hacia el éxito ajeno. Tampoco consideran que la acumulación de dinero sea producto de la usura. La élite que sufraga la maquinaria electoral en EE UU viene del mundo de «las finanzas y la energía», o sea, de Wall Street y/o los pozos de oro negro y el boom de la extracción mediante «fracking». Afirman estos paganinis que en su ánimo está ayudar para que el resto disfrute de las mismas oportunidades que tuvieron ellos.
Antes de que el profesional del antiamericanismo alerte sobre lo mediatizada que está la política gringa por el sector privado, aclaro: en EE UU las donaciones hay que identificarlas con nombre y apellidos. La lucha de los políticos por el parné, emancipados de la disciplina que engendra la partitocracia europea, no los hace más vulnerables. Antes al contrario les evita muchas de las contorsiones de quienes medran en estructuras cuasi feudales. Asunto distinto, que da para otra pieza, es la controvertida decisión que adoptó el Tribunal Supremo de EE UU en 2010, por cinco votos a cuatro, al permitir que las grandes empresas contribuyan sin límites a las campañas electorales.
Respecto a los célebres «lobbies» («vestíbulos», «pasillos»), influyen, pero bajo los focos. Asumido que son inevitables, por mucho que los aprendices de brujo fantaseen con un mundo libre de su existencia, sus maniobras son legítimas en tanto en cuanto huyan de la opacidad y respeten las reglas. Obviamente, véase el caso de España, resulta más grato vivir como si no existieran y, por tanto, sin reglas y a lo loco.
A pesar de ciertas disfunciones, EEUU disfruta de un ecosistema electoral más pujante que nuestro monocultivo de medianías. Tan robusto que permite golpes de efecto como la renovación por la derecha mediante el aterrizaje de unos candidatos que traen loco al «establishment» republicano, mientras que en el bando demócrata Sanders ha recaudado 26 millones de dólares a base de microdonaciones y le ha metido un hachazo a Clinton en las encuestas. Protagonistas todos ellos de una robusta maquinaria al servicio de la democracia.
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