César Vidal
35 años (y III)
En mis dos anteriores entregas, he intentado describir los orígenes y evolución del actual sistema constitucional. Creo que a nadie se le oculta mi convicción de que, en estos momentos, se haya enfrentado a una gravísima crisis con todo lo que eso significa en términos institucionales, políticos y sociales. Esa más que preocupante crisis – que no escapa a la atención de millones de ciudadanos – deriva, fundamentalmente, de la codicia irresponsable de las élites, pasadas y futuras, que suscribieron más que agudamente el pacto no escrito y sagaz del que nació la Constitución. Para colmo de males, la manera despiadada en que la crisis económica ha golpeado a las clases medias, verdadera pared maestra del orden constitucional social y económicamente hablando, las imposibilita para seguir soportando de manera mayoritaria el peso del sistema. ¿Existe salida? A decir verdad, sólo acierto a ver dos. La primera –en mi opinión, la más sencilla y menos traumática – pasaría por una ración de sensatez y cordura que impulsara a esas élites privilegiadas de todo tipo a reducir las cargas que han ido arrojando sobre los ciudadanos de a pie. Sólo una disminución verdaderamente drástica del gasto y del déficit unida a una reducción impositiva muy considerable permitirían que se recuperaran las clases medias y asegurarían la prolongación del régimen por décadas. No ignoro las inmensas resistencias que esas medidas implicarían porque afectan a todas las castas privilegiadas y porque, en algún caso, como el de los nacionalismos, incluso amenazarían su supervivencia como poder indiscutible. Sin embargo, o se dan esos pasos o simplemente el sistema se colapsará económicamente a medio plazo. Entonces llegaríamos al segundo supuesto, el de un nuevo proceso constituyente que, para salvar los errores de ayer, pretendiera acabar con las situaciones de privilegio consagradas por el texto constitucional. Sin duda, se trataría de un intento loable, pero, primero, encontraría una resistencia enconada por parte de las castas privilegiadas que apelarían a lo divino y a lo humano para no renunciar a nada y, segundo, no contaría con la menor garantía de consumarse de manera sensata y provechosa para los ciudadanos. Quizá antes de intentar comprar el Mercedes, debería verse, con los tiempos que corren, si el automóvil actual, pasado por el taller, no puede aguantar unas temporadas más. Pero –insisto en ello– tan loable meta resultará imposible de alcanzar si los que conducen el vehículo siguen dando graves muestras de irresponsabilidad y si los que pagan la gasolina tienen dificultades hasta para alimentar a sus hijos.
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