José Jiménez Lozano

Abrir la boca

Como nuestro entender de la más perfecta expresión de la realidad parece seguir siendo que sea retórica y barroca, o una llamativa ingeniosidad, resulta inevitable lo que don José Ortega y Gasset decía al afirmar que, entre nosotros, lo mismo da decir una solemne verdad que una solemne tontería, porque ninguna de las dos cosas tendría consecuencias. Pero pienso que especialmente las tonterías sí que llegan a producir grandes consecuencias, y una inmediata y seria consistiría en la admiración que, de ordinario, nos producen con sus relucencias, y esto es bien triste, porque la admiración es la entrega de nada menos que los adentros de nosotros mismos, lo más valioso que tenemos.

Pero estos asuntos de la dignidad o valor de un ser humano no parece que nos importen mucho. Durante siglos, se han puesto en los escenarios aquellos versos de Calderón que acerca del honor dicen precisamente que «es patrimonio del alma, / y el alma sólo es de Dios», pero pasaban por ser un simple decir bonito, y ocurrente, del que ni se pensó que afirmara algo serio respecto a los seres humanos. Y también se proyectó durante años «Un hombre para la eternidad», que contaba la aventura espiritual y jurídico-política de un hombre frente al poder absoluto, con su ley y su conciencia en los labios, un caso singular de la historia del viejo principio, «Dieu et mon droit ("Dios y mi derecho")», con la que los hombres se habían enfrentado a la tiranía en el pasado, pero no hubo síntomas de que se pensara que todo esto debía importarnos algo. Y, si se protestó cuando los coroneles griegos prohibieron a Sófocles y a Eurípides, ello se entendió como una censura de gentes ignorantes como serían aquéllos, y como si lo que hacían no mostrase muy bien que sabían que no se puede oír a Sófocles y a Eurípides y ser sumisos a un poder despótico. Y tuvo que ser el propio Stalin el que con su fuerte reacción frente al «Galileo» de Bertold Brecht, que los más listos habían tomado por un crítica a la Inquisición y a la Iglesia, vio perfectamente allí su satrapía retratada. Y Brecht, que se había puesto fuera del alcance de Stalin, no dejaría de reírse de que tanta alta crítica mirase a su dedo en vez de mirar a la luna. Y seguramente también se pasmarían ahora todos ellos de nuestra gran torpeza o indiferencia que nos hace escuchar o leer cualquier cosa sin muchos discernimientos, y tanto si lo dice Julio Cesar como Julián Cerezas, que decía don Antonio Machado: la marca que se lleva.

Pero se diría que es que estamos en otro tiempo, en el que ya se ha decidido que las palabras no significan nada, la ironía es imposible, e imposibles son las alusiones indirectas sobre un hecho o una persona, ¿Se nos ha lavado el cerebro hasta tal punto de corrección política o de banalidad? Por lo menos se ha intentado, y no sabemos todavía la medida de su éxito. Pero, de todos modos, parece que seguimos sabiendo que con el lenguaje podemos nombrar la realidad, revivir el pasado, levantar vida o muerte, ironizar y decir indirectamente lo que por alguna razón –ordinariamente porque sí tendría consecuencias– no se puede mentar en público.

Y también es cierto que podemos hacer fuegos artificiales jugando con las palabras o ejerciendo el arte de sofistas y parleros que tienen algo que vender, y, de hecho, nos lo venden como parece que no podía hacerse, antes, con gentes que sabían, incluso sin haber leído a Aristóteles, cuándo un cocido o un discurso tenían o no tenían sustancia, y, si la encontraban, era cuando admiraban, que siempre es rendir «la fina punta del alma», que decía Barulle. Así que lo peor no es ni siquiera que no entendamos ni nos preocupe entender de sustancias, sino que nos quedemos con la boca abierta por cualquier cosa sin ella, pero con denominación de origen.