José Luis Alvite
Agua con yeguas
En uno de esos momentos de analgésico silencio matinal que preceden a la rutina plural del día, escribí en Twitter que «con el tiempo descubres que la felicidad consiste en no perder nunca de vista las humildes pisadas por las que un día saliste de la escuela». Se trata de la confesión de un sentimiento de retorno que arrastro desde muy joven. Desconfiado de lo que pudiese reservarme el futuro, hice siempre planes para ayer. He necesitado a menudo reencontrarme con aquel tiempo de mi vida adolescente en el que tanto me resistí a despedirme de los días de mi niñez y renunciar a la serenidad casi amniótica de un mundo lento y apacible en el que recuerdo haber visto una película en la que por Navidad un tipo parecido a Joseph Cotten regresaba de la guerra con regalos y le esperaba en casa un ambiente cordial y entrañable en el que olía a pan la luz de las tulipas y a mi me parecía que incluso era consomé el agua torda del lavabo. Nadie se ausentaba de aquella dulce y humilde rutina tanto tiempo que al regresar hubiese fallecido el abuelo o le ladrase su perro. La gente se moría sin necesidad de conocer los detalles de por qué le sucedía aquello y no había entonces un solo desperfecto que no pudiese remediarse con algo de paciencia, dos sardinas con pan y un tornillo. Por delante de la galería verde de mi escuelita en Compostela pasaban de vez en cuando dos columnas de soldados tirando de las bridas de una docena de monturas y al borde de las vacaciones estivales se metían en una orgia de expresionismo y orina con sus bestias en el río Sar y yo me escondía en el maizal y aprendía a deletrear mis cuadernos como si piafasen en mis labios, –blandas, incandescentes y anfibias– las vaginas casi gregorianas de las yeguas. Y ahora me pregunto, ¡Santo Dios!, ¿por qué no regresan a sus escuelitas los que nos joden España?
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