Antonio Cañizares
Ante un nuevo curso escolar
Se ha iniciado un nuevo curso escolar. Las aulas han abierto sus puertas para recibir y acoger a los alumnos desde etapa infantil a la universitaria. Niños, adolescentes, jóvenes, con más o menos ilusión y con mejores o peores ganas, reemprenden de nuevo el apasionante camino y bella aventura del «aprender a ser hombres». Padres, maestros, profesores se ponen también en este camino de «pedagogos», de acompañantes de los chicos en esta bella aventura. La Iglesia, por su parte, no puede sentirse ajena a cuanto esto significa, y, por ello, se ve provocada a cumplir con una de sus tareas más apremiantes en servicio al hombre y la sociedad en esta bella aventura educativa. Una de las tareas que la Iglesia puede y debe cumplir en nuestra situación es proponer proyectos sociales, culturales y morales que, nacidos en su propia entraña, puedan, no obstante, suscitar la adhesión de personas, que quizá no compartan del todo su fe, pero que siguen alentando una ilusión de servicio, colaboración y solidaridad: esto puede hacerlo de múltiples maneras, una, muy concreta, es ofreciendo y proponiendo esto en los colegios o centros académicos que de ella, de una u otra manera, dependan. Esta labor y propuesta a la sociedad la Iglesia la desempeña, en respeto a los derechos fundamentales de la persona a la libertad religiosa y de enseñanza y a ser educada conforme a las propias convicciones religiosas y morales, mediante la escuela y la universidad católica, mediante la formación religiosa y moral, o a través de la presencia de cristianos en la enseñanza.
Frente a los procesos de anomía moral, ¿qué papel juega la educación en valores de las nuevas generaciones? No podemos ignorar la situación humana y moral que reflejan muchos niños y jóvenes de hoy o que manifiestan muchos hechos de nuestra época. La quiebra moral y humana que padece nuestra sociedad es grave más que algunos males concretos, el peor de todos ellos es no saber ya qué es moralmente malo y qué es moralmente bueno; se confunde a cada paso una cosa con otra, porque se ha perdido el sentido mismo de la bondad y maldad moral; todo es indiferente y vale lo mismo; todos es relativo; y todo está permitido. Y más grave todavía resulta el desplome de los fundamentos de la vida humana, la pérdida de horizonte humano, de sentido de la vida o de la verdad que refleja el momento actual: parece que nada queda sobre lo que asentar la vida del hombre, a no ser la voluntad de tener, de lograr «resolver» por encima de todo los aspectos económicos, a veces sin reparar en medios, consumir y disfrutar egoístamente. Pero ni siquiera esta pérdida del sentido moral es comparable, en su radicalidad y por lo vasto de sus consecuencias deshumanizadoras, al «silencio de Dios» o a su olvido en nuestra situación, caracterizada, en expresión de Heidegger, por ser «tiempos de indigencia», dominados por la «tristeza de lo finito» (P.Rlcoeur). Está en juego la persona, la verdad, y, consecuentemente, la convivencia humana y el futuro del hombre.
De ahí la importancia y urgencia de retomar una educación que tenga como objetivo el pleno desarrollo de la personalidad humana, que incluya el desarrollo de las capacidades ético-morales, espirituales y trascendentes, además de las que corresponden a la inserción social. La formación religiosa y moral dentro del sistema educativo básico en el que se forja la personalidad constituye un factor decisivo para la renovación de la escuela, de las personas, que redunda efectivamente en el bien común de la sociedad.
Podríamos enumerar diversos hechos que indican una insuficiencia en el sistema educativo y en la transmisión de los valores éticos. En todo caso creo que nos hallamos ante una verdadera «emergencia educativa» y me parece escuchar como un clamor de fondo para reformarlo en el sentido que tal emergencia educativa reclama. Basta visitar las aulas y los colegios e institutos, incluso los centros universitarios, hablar con maestros y profesores, tener conversaciones con los padres, o hablar en amistad con los mismos jóvenes o con los niños, para percatarse de la gravedad de la situación. Los jóvenes, de una manera u otra, aunque no estén muy seguros, buscan que haya un sentido para la vida o que la vida tenga sentido. La «movida» u otras cosas no les da la respuesta. No puede darla ni la dará nunca. Les ofrece un sucedáneo. Es lo que parece que la misma sociedad no queremos ver. Se piden «medidas normativas y legales», que se adopten resoluciones de orden; todo esto será necesario pero la respuesta no hay que buscarla sólo ahí. Mientras no se den las respuestas verdaderas a sus búsquedas, esperanzas, anhelos y deseos más hondos, no se habrá avanzado lo suficiente. Es la familia, es el sistema educativo, es la sociedad, es la Iglesia, son ellos mismos. La respuesta de la Iglesia no puede ser otra que evangelizar, contribuir en llevar a cabo la obra de renovación de la humanidad y educar ofrecer la verdad del hombre que ellos andan buscando, lo que les puede hacer felices y vivir con esperanza, lo que les pueda conducir a ser libres y les ayude a aprender el sentido hondo que tienen palabras como «paz, amor, justicia», lo que les llene y les arranque del vacío de los sucedáneos; en definitiva, darles a conocer y entregarles la gran apuesta por el hombre que tenemos y se nos ofrece como don en la persona del Hombre Nuevo, enteramente nuevo, Jesucristo. Creo, por eso que la formación religiosa y moral en la escuela es respuesta a lo que piden y reclaman los jóvenes. Es una respuesta necesaria. Y cuando se ofrece esta formación no se está manipulando la escuela ni haciendo catequesis. Sencillamente se stá ofreciendo lo que está en correspondencia con lo que reclama el «aprender a ser hombre», se está llevando a cabo una labor estrictamente de educación. Ahora bien, el que se ofrezca a todos, no significa que se imponga a nadie; es para aquellos que, conforme al derecho que tienen, la solicitan. La enseñanza religiosa, dentro y en el conjunto de una educación integral de la persona, entra en la escuela con las peculiaridades propias de los fines de la escuela y con las exigencias pedagógicas de la escuela.
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